CARTA DE Fco. Javier SANCHO MAS A ERNESTO

Que te bese con los besos de su boca.

 

“Cuando aquel mediodía del 2 de junio, un sábado,

 Somoza García pasó como rayo por la Avenida Roosevelt

 sonando todas las bocinas para espantar el tráfico,

 en ese mismo instante,…”

 

Querido Ernesto, la última vez que hablamos en el Centro Nicaragüense de Escritores, nos transportamos a esa celda de Toledo, del siglo XVI. Suspendidos, contemplamos a ese hombre escribiendo con pluma una solicitud para embarcar hacia el nuevo continente. Después de haber recorrido a pie muchas leguas entre Castilla y Andalucía, de convento en convento, Juan de la Cruz quería emprender el que, con toda probabilidad, debía ser su último viaje: fundar el primer convento descalzo en América.

Ya estaba muy fatigado a causa de una infección, y aturdido por las intrigas  de sus hermanos carmelitas que le dejaron preso mucho tiempo. Estaba a punto de morir en aquel olvido que hubiera aceptado de buen grado, si no hubiera sido por la voz de un carretonero que, cantando una copla de amor, le abrió las rejas de la celda a Dios. El resto de la historia es la de la fuga más poética de la historia. La de un hombre enamorado, en medio de la noche oscura, que se había quedado sin papel para escribir sus versos. Dios le había hecho el amor.

Lo vimos después en Úbeda, ya perdidas las esperanzas de viajar a América. A punto de expirar, pidiendo a sus hermanos de última hora que dejasen de rezar por su alma y a cambio, “le leyeran de los cantares”. (El cantar de los cantares). Aquellos versos debieron de resonar en la celda como una especie de victoria y provocación. Pero no imagino palabras más apropiadas en el umbral de su muerte que las primeras del Cantar: “Que me bese con los besos de su boca”.

Con vos, San Juan de la Cruz tocó por fin la tierra americana. Y para mi, mas allá del poeta de epigramas, o del revolucionario, siempre serás el Ernesto Cardenal que le entregó aquel premio a Franciso Ruiz Udiel en la ciudad de León; el que, a sus ochenta y muchos años, frecuentaba, junto a Claribel Alegría, a los niños con cáncer, en el hospital pediátrico La Mascota, de Managua. Ambos empeñados en hacer ver a esos niños que ellos también eran poetas.

Estoy seguro que será tu obra mística la que perdure, esa constante evocación de lo que ocurrió un 2 de junio de 1956. A diferencia de otros místicos, vos sólo reconociste haber experimentado el éxtasis una sola vez en tu vida. Fue un momento extraño, contemplando el paso de una caravana que acompañaba al dictador Somoza:

“… en ese mismo instante, igual que su triunfal caravana/ así triunfal tú también entraste de pronto dentro de mí/ y mi almita indefensa queriendo tapar sus vergüenzas./ Fue casi violación,/ pero consentida,/…/ Tanto placer que produce tanto dolor./ Como una especie de penetración.”

Por decirlo de un modo que quizá resulte demasiado simplista y burdo (siempre fracasaremos al tratar de decir lo indecible), después de aquel día, pasaste de hacer el amor con las mujeres a hacerlo con Dios. “Yo tuve una cosa con Él, y no es un concepto”, dijiste. “Si oyeran lo que digo a veces/ se escandalizarían. Que qué blasfemias/ Pero vos entendés mis razones. / Y además bromeo./ Y son cosas que los que se aman se dicen en la cama.”  Ese amor, excluyente e incluyente al mismo tiempo, a veces te resultó agónico por el peso de las renuncias (el “Adónde te escondiste, Amado” de San Juan de la Cruz).

Hoy, a punto ya de que tu alma sea “amada en al amado transformada”, te deseo toda la intimidad de la noche cósmica para tu encuentro con el Amado que estará besándote “con los besos de su boca”.

Fco. Javier SANCHO MAS

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