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anamá Ediciones celebra tres décadas

anamá Ediciones celebra tres décadas de existencia en el mundo editorial nicaragüense, nació en Managua en 1993, durante estos años se ha perfilado, como una editorial que promueve la escritura de calidad y  con actitud propositiva ha dado espacio a nuevas tendencias literarias, nuevos estilos, nuevas voces y nuevas perspectivas, que emergen en el mundo de las letras contemporáneas.

Contamos con una política editorial definida, que nos permite agrupar nuestras colecciones bajo los siguientes títulos : Monarca, Poesía, Novela, Cuento, Arte, Memoria, Ensayo, Visiones, Nicaragüita e Infantil.  Sus temáticas son diversas y aglutinan experiencias de vida, temas históricos, ensayos de interés social, que escritos en diferentes géneros, constituyen una propuesta para contribuir al enriquecimiento cultural del lector y la sociedad.         

Durante estos años anamá Ediciones  ha desarrollado alianzas y colaboraciones estratégicas, tanto a nivel latinoamericano como europeo, actualmente es miembro propietario del Grupo de Editores Independientes de Centroamérica (GEICA).   

Ha participado activamente como representante del espectro editorial nicaragüense,  en diversas Ferias Internacionales del libro, en la región centroamericana, América latina y Europa (FIL, FILCEN, FILGUA, Feria Internacional del Libro, Guayaquil, FILBO, Feria del Libro de Frankfurt y FILCR),  destacándose por presentar obras de gran calidad literaria, lo que le ha permitido el reconocimiento y prestigio en el mundo editorial. 

En estos 30 años, nuestro catálogo se ha visto respaldado con la presencia de autores que gozan de reconocimiento internacional, destacando entre ellos a  Rubén Darío, Ernesto Cardenal, Lizandro Chávez Alfaro, Franz Galich, Gioconda Belli, Sergio Ramírez, Claribel Alegría; y autores extranjeros como Jacques Prévert, Louis Aragón, Michelle Dospital, Jean-Jacques Dubois, Emmanuel Lepage, Hermann Schulz, Zingonia Zingone y Norma Armas.

En los últimos años, hemos tenido la oportunidad de incorporar a la familia anamá Ediciones, una nueva generacion de autores nicaragüenses, que cuentan con una obra prolífica publicada en diversos espacios literarios; entre esos nuevos autores tenemos a Alberto Sánchez Argüello, Luis Báez, Donaldo Sevilla, David Rocha, Douglas Téllez, Génesis Hernández y Alejandro Bravo. Sus obras pertenecen a la colección 30 aniversario, que lanzamos en conmemoración a la fundación de nuestro proyecto editorial.

Actualmente anamá Ediciones cuenta con una presencia destacada en el mundo editorial latinoamericano y europeo.

Nuestro proyecto actual más ambicioso, es promover el surgimiento de nuevas voces literarias, que enriquezcan el panorama cultural de Nicaragua y Centroamérica.

LAWANA TIUNKA Música del Caribe de Nicaragua

Para las nuevas generaciones este libro es una excelente recopilación que sirve para empaparse de la cultura de nuestra amada Costa Caribe de Nicaragua. Es un trabajo muy útil para aquellos que quieren reconocer el folclor, la historia, los ritmos y los instrumentos tradicionales de las diferentes etnias de la Costa: creole, miskitu, garífuna, rama y ulwa. Para mí, este libro debería ser material de estudio en todas las escuelas, sobre todo del Caribe nicaragüense y centroamericano, ya que el nivel de desconocimiento de buena parte de nuestra juventud sobre su propia identidad e historia es muy elevado. Con este libro darás un importante recorrido histórico que inicia con los primeros pobladores de la región caribeña, cómo llegaron a este territorio, cómo se desarrollaron y cómo se mezclaron con el entorno, parte fundamental e indispensable para entender la música tradicional y su evolución y, además, comprender su aporte a la rica y muy diversa historia nacional. Las canciones no serán todas con las que crecimos y con las que recordamos nuestra juventud, pero es un excelente punto de partida para introducirse al lenguaje tradicional de la música de las diferentes culturas que han convivido -unas con otras- durante siglos en el territorio más amplio y diverso de Nicaragua.

Raymond Myers Ex integrante de Soul Vibration y músico de Bluefields  

El inmóvil movimiento del cielo

Fragmento.

….Contra todo pronóstico, y pese a algunas diferencias insalvables, me fui haciendo amigo de V y de B, quienes no me caían tan bien como C-M y J, pero sí me eran cada vez un poco más tolerables. También, a medida que las primeras semanas del taller y las últimas del último cuatrimestre de aquel año lectivo corrían, procuré irme volviendo cada vez más cercano a Alejandra. Siempre, después del taller, nos íbamos los seis a sentar a la mesa de algún bar a tomar litros y litros de cerveza (todos salvo B quien, sorprendentemente, pese a tener una conducta adictiva hacia prácticamente todo lo que se podía tenerla, nunca bebía más de uno o dos vasos). Hablábamos de varias cosas, pero cuando las conversaciones viraban hacia la estupidez o la ignorancia yo me dedicaba a contemplar detenidamente a Alejandra: el declive de su frente, el quiebre de su nariz, la curva de su cuello, el rigor de sus hombros, el movimiento nervioso y constante de su pierna bajo la mesa, sus dedos arrancando pellejitos alrededor de su uña o raspando las etiquetas húmedas de las botellas. Una vez Alejandra me preguntó, dulcemente y en voz baja, por qué la miraba tanto.
“Perdón”, le respondí, “sólo te estoy leyendo”. Como de costumbre, escupió una carcajada en mi rostro. “No jodás, loco”, dijo después de ahogar su risa con un trago de cerveza, “deberías dedicarte a escribir tarjetas para Hallmark”….

LUIS BÁEZ

HISTORIA NACIONAL DE LO ABYECTO

Agua fuerte de posguerra

Este cuento pueden encontrarlo en la más reciente publicación de Luis Báez «Historia nacional de los abyecto»

Apareció en la casucha de láminas y cartones como siempre: acuclillado y tembleque, chorreando lluvia negrísima de montaña. Anselmo, se llamaba.
Afuera, el sol multiplicaba su ardor sobre la piel de la gente que circulaba más allá de las paredes de zinc que resplandecían entre la brisa corrosiva del Xolotlán.
Carlos pensaba que nadie, ni sus más íntimos demonios, podrían reconocerlo en medio de tanta inmundicia. A veces, cuando el hambre apretaba y el calor arreciaba, ni siquiera él mismo atinaba a reconocerse.
Sin embargo, ahí estaba Anselmo, trémulo y absorto, como de costumbre.
Carlos tomó la mitad de un cigarrillo que llevaba en la oreja y lo prensó entre sus labios. Después exhaló la primera bocanada junto a unas pocas palabras.
“Ya sé lo que me venís a decir: que te mataron. Y que yo di la orden…”
Desde que terminó la guerra, Anselmo acostumbraba aparecer, permanecía en silencio y luego desaparecía. Esta vez, sin embargo, articuló palabras.
“No. No, no. Nada de eso, compita. Nada de eso”. “…y yo te voy a decir que creímos que te habías volteado”, sonrió Carlos, “pero eso ya no importa, porque vos y yo sabemos cómo fue la cosa. Y ya nada de lo que
hicimos lo podemos deshacer”. “¿La guerra decís?”
“La guerra. No. Eso no lo hicimos porque quisimos. Ya ves que fueron los otros los que salieron ganando…”
“¿Los muertos?”
“Sí. Y yo mandé a hacer el hoyo donde te enterramos, no sé si supiste… fue a la carrera. Seguro que ni te alcanzó todo el cuerpo… lo tuyo sí fue una cagada”.
“La primera noche un animal me mascó el brazo.
Después de arrancarme toda la carne de la muñeca, se me llevó una mano. Pero solo fueron las manos lo que me quedaron de fuera, compita. No se ahueve. La cara sí me quedó bien plantada en la tierra. Una tierra
negra, buenísima para la siembra…”
Carlos aplastó la colilla con la planta del pie y la chispa chirrió brevemente sobre el piso de tierra húmeda.
“Bueno”, dijo Carlos, “ya voy a poder dormir. Vos sabés, porque tu muerte fue semilla en tierra fértil y etcétera. Como decían los comandantes…”, murmuró Carlos con solemnidad.
“¡Dirección nacional, ordene!”, exclamó Anselmo mientras asumía porte marcial y se llevaba el muñón a la frente.
“¡La runga, compa…!”
“¡Son chochadas! aquí hasta los comandantes son puetas”.
“¡…esa es nuestra poesía, compita. La runga!”
Los dos rompieron en carcajadas.
El sol resplandecía con furia fuera de las paredes de zinc y cartones viejos, abrasando una ciudad obstinada en crecer entre un gusanero de muertos.
La casucha reverberaba junto a la costa del lago donde los sueños y sacrificios de todos nuestros muertos se sedimentan con la mierda de los vivos.

Conquista y colonización de la cocina nicaragüense

CHANCHOS, CHANCHADAS

Y OTRAS CHANCHADITAS

A Jesús Martínez-Almela

–con quien compartí unos chicharrones–

El chancho es un animal de cuerpo redondeado, patas con pezuña y generalmente cubierto de pelo, de unas cerdas gruesas y ásperas, es mamífero. Se reproducen rápidamente. Fueron domesticados por el hombre hace unos trece mil años. Su nombre científico es Sus scrofa ssp. Domestica. Es pariente del jabalí, del danto y del zahíno, come cualquier cosa –omnívoro– generalmente se le llama cerdo, puerco, marrano o choche, en Centroamérica se le llama chancho en Nicaragua y Costa Rica, igualmente lo hacen en Argentina, Uruguay, Chile, Bolivia y Paraguay.

En el lunfardo argentino le denominan chancho al boletero, quien verifica los boletos de autobuses y tranvías, en el habla peruana así denominan al trasero de la mujer.

En el Horóscopo chino el cerdo o chancho es el signo número 12, su mes es noviembre y los nacidos bajo ese signo son sensuales, aprecian del buen comer y beber. Son de esas personas a las que les gusta pasar un buen rato. El Cerdo es muy apasionado y se mantendrá vigoroso inclusive en su vejez. Generosos hasta el cansancio, si necesitas apoyo o ayuda sin duda debes llamar a un nacido bajo el signo de Cerdo.

Fragmento de «Chanchos chanchadas y otras chanchaditas«

LIBROS PUERTA A PUERTA

Comentario del Monstruo de mi madre: Pasión Lectora

Todos seleccionamos aquellas piezas de la memoria que nos permiten explicar nuestra propia versión de quién somos me dice Alberto Sánchez Argüello en el Monstruo de mi madre.
Y nos gusta, le digo yo, escoger aquellas que concideramos perfectas y que nos ubican frente al mundo de la mejor manera.
Nuestro relato no puede tener imperfecciones, pero ahí mismo está el error porque todos tenemos gritos y silencios de monstruos nocturnos que brotan con insistencia de la oscura memoria de niños olvidados que nos habitan.
Querramos o no, tenemos una familia no perfecta que puede ser motivo de orgullo o no, tanto y tantos familiares que marcarán nuestras vidas y tantas madres reales y no sacrosantas.
Y seremos esos genes y esas relaciones con esas madres, sobre todo.
El monstruo de mi madre, con una narrativa limpia, segura, cálidamente acompañante, que no deja momento de respiro, me llevó por ese camino doloroso de aceptación que la vida no es un cuento de Disney y me enfrentó con ese increíble paralelismo de vida que como Argüello vivo y entiendo al decir que hay «una locura que corre por nuestras venas»
Me encantó su trabajo y cómo nos lleva por ese camino propio de descubrimiento, que alguna manera lo es de todos.
Estas palabras están cargadas del sentimiento de admiración y aprecio al camino literario de Alberto, así que los invito a leerlo y a que hagan su propio crítica.

María Argüello
San José Costa Rica 17 de diciembre 2020.

Vida en el amor- Ernesto Cardenal.

Vida en el Amor- Ernesto Cardenal.

Prologo-Thomas Merton.

Epilogo -Oscar de Baltodano.

Vida en el amor es la iniciación a la escuela del amor, porque el amor no lo enseñan los hombres lo enseña el espíritu de amor y ese espíritu habla de manera personal y única a cada criatura por eso hemos de estar atentos a escuchar este himno al amor que brota en cada una de estas páginas y dispuestos a empezar a vivir desde la verdadera libertad que se adquiere cuando verdaderamente nos descubrimos amados por Dios.

Ernesto Cardenal en esta edición de Vida en el Amor vuelve a cantar a la verdadera esencia del hombre que es el amor mismo, grita para que el mundo vuelva los ojos al amor que es el verdadero nombre de Dios. Solo cuando el hombre entre en el profundo pozo de amor de su alma descubrirá su verdadera esencia, su verdadera identidad y vivirá, vivirá porque redescubrirá la profundidad de su búsqueda…

Oscar de Baltodano.

Nupcias con las estrellas en la noche sideral: el poema cosmológico-místico más reciente de Ernesto Cardenal

Todos los que estamos cerca del gran poeta nicaragüense nos hemos sentimos consternados con su reciente quebranto de salud, pero celebramos que ese duro trance le trajera sin embargo al poeta el saldo generoso de su reconciliación final con la Iglesia y, por más, la alegría de su salud recuperada. Ya en plena mejoría, Cardenal me volvió a escribir, y cuál no sería mi sorpresa al ver que ponía en mis manos su poema más reciente, «Estamos en el firmamento». Ernesto ha vuelto a la poesía. Y su nuevo poema cosmológico viene a formar un conjunto vibrante con los poemas teológico-místicos que lo preceden inmediatamente, pues en todos ellos el poeta reflexiona sobre el inconcebible universo de la mano de la astrofísica y de la cuántica, como ya le es usual. Contamos hasta el presente con varios poemas de largo aliento en verso libre como «El origen de las especies», «Así en la tierra como en el cielo», «Hijos de las estrellas» y ahora, con el novel «Estamos en el firmamento». Como forman un conjunto cosmológico armónico, desde ahora le propongo al poeta que piense en reunirlos en libro aparte.

Me había ocupado de algunos de estos poemas siderales en mis estudios previos sobre el poeta en mis tempranos estudios incluidos en El sol a medianoche (1996/2017) y en El cántico cósmico de Ernesto Cardenal  (2012). Reflexioné también sobre estos poemas recientes, que Ernesto me había enviado aun inéditos, en una edición que al presente está en prensa en el Boletín de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española con un breve estudio introductorio[1]. En un correo electrónico desde Managua Cardenal me glosaba, con aliento confesional, el sentido que le daba a sus recientes versos cósmicos. Refiriéndose a «Hijos de las estrellas» decía que «ha sido un esfuerzo por darle sentido al universo. Y un sentido a la muerte […] Es mi último escrito y creo que no tendría más que hacer porque sería repetirme» (corrreo del 14 de noviembre de 2018). Por fortuna, no fue «su último escrito», pues Cardenal, Premio Reina Sofía de Poesía en 2012, optó por continuar su ciclo cosmológico, para alegría de las letras hispanoamericanas.

En el poema que presentamos hoy, en verso libre y muy extenso, como los poemas que lo preceden, el poeta nicaragüense lleva más al cabo su reflexión en torno al misterio del universo inacabable. Como dejé dicho, se trata de un motivo temático que ya venía tratando en sus libros anteriores, cósmicos como los de Whitman y a veces tan osados como los de Pound: vale recordar el Cántico cósmico, el Telescopio en la noche oscura, los Versos del pluriverso y Este mundo y otro.  Cardenal, como otrora Boecio y fray Luis de León, sigue desviando su mirada de este mundo lleno de decepciones hacia el firmamento estrellado. Y, una vez más, su meditación cosmológica va dirigida a los enigmas últimos del universo, que tiene la osadía de explorar con las herramientas novedosísimas de la ciencia moderna: ya sabemos que, al hacerlo, baraja al unísono la cuántica y la astrofísica de Einstein, Niels Bohr y Stephen Hawking con la teoría de la evolución de Darwin, resignificada por Teilhard de Chardin, con el Tao, con el Génesis, con el Cristo resucitado de los Evangelios. El poeta entiende que es imperativo para las disciplinas de la teología y de la mística renovar su vocabulario técnico a la luz de la nueva ciencia, y se compromete de tal manera con dicha renovación literaria que no duda en convertirse en un “místico cósmico”. Nuestro escritor propone, ni más ni menos, que podemos considerar la astrofísica y la cuántica como ancillae theologiae. Estamos, no cabe duda, ante una osada renovación de las disciplinas de la teología, de la mística, de la ciencia y de la poesía, que el poeta obliga a danzar al unísono.

El vate nicaragüense tiene plena conciencia de lo que implica su vibrante exprimento literario-teológico. Preguntado sobre si era un innovador en poesía, afirma: «Sí, creo que soy el único poeta o al menos el único que yo conozco, que está haciendo poesía sobre la ciencia, poesía científica…»[2]. Cardenal, siempre iconoclasta y amigo de romper paradigmas, añade sin ambages: «Paul Davies ha dicho: La ciencia es un camino hacia Dios más seguro que la religión. Yo así lo creo, porque las religiones dividen a los pueblos y la ciencia no»[3]. Cabe concluir que Cardenal,  poeta de las estrellas, opone a la De consolatione Philosophiae de Boecio una sorprendente De consolatione Astrophysicae. Hablo literalmente: la nueva ciencia lo ha consolado hondamente, pues le ha permitido comprender el universo y la unión mística con Dios desde una nueva óptica armonizante.

El nuevo poema se encuentra hermanado, como dejé dicho, con la poética cósmica anterior de Cardenal, pero conlleva algunas novedades artísticas importantes. Aquí da un paso significativo en la concepción de su renovadora mística intergaláctica, pues apuesta a la unión –a la comunión o eucaristía última– del ser humano con las estrellas. El poeta propone nada menos que las nupcias con las estrellas. Hablo literalmente. Y lo mejor es que Cardenal sabe bien cómo sustentar el aparente sinsentido de estas bodas cósmicas. Al hacerlo, como veremos, se convierte en un poeta de suprema reconciliación.

Cardenal plantea su inesperada propuesta cosmológico-mística ya en la primera estrofa del nuevo poema, y lo reitera en la última: estamos en el firmamento para unirnos con todo el universo creado, representado en el semillero de luceros de la bóveda celeste:

Estamos en el firmamento

entre billones y billones de galaxias

y billones y billones de estrellas

un planeta para la unión con nosotros (p. 1)[4]

La idea de este tumulto estrellado en el que el ser humano está sumido y al que desea unirse se reitera lo largo del poema que nos ocupa, y guarda relación de parentesco con el arranque de sus poemas cosmológicos anteriores, en el que el emisor de los versos da fe de su desvalimiento avasallado ante la grandeza del cosmos. Imposible de medir, de comprender y aun de asumir: este «cielo absurdo arriba de nosotros» (p. 2) se le antoja tan extraño como «este mundo extremedamente improbable» (p. 3) que desafía la razón. Cardenal entrevera sus preguntas metafísicas con el delicioso prosaísmo que le es usual: «Cuando el universo era del tamaño de una aceituna…/ Del tamaño de una graprefruit…/ Entre el infinito grande y el infinito pequeño / nosotros» (p. 4). El poeta dramatiza una y otra vez la dimensión atemorizante de los espacios intergalácticos: «Si el sol fuera del tamaño de una aspirina / la estrella más próxima sería a 100 kilómetros» (p. 9).

            El arranque del poema culmina con la afirmación de la unión final del conjunto de la creación cósmica, siempre bajo la premisa que se trata de unas inimaginables nupcias con las estrellas. El poeta, como adelanté, refrasea la estrofa inicial para culminarla: desde nuestro pequeño planeta nos habremos de unir con los luceros de la bóveda celeste: «Billones y billones de estrellas / y entre billones y billones en el firmamento: / un planeta para unirse con nosotros» (p. 10).

¿Nupcias con las estrellas en la noche sideral? ¿Qué clase de proposición metafísica es ésta, si ya Lucrecio nos advirtió desde antiguo que la carne –es decir, la materia– es separadora, y que muchos místicos de antaño parecerían proponer una  dicotomía irreconciliable entre cuerpo y alma? Salta a la vista que el poeta da un nuevo sesgo a su pensamiento científico-místico. En la Vida en el amor se había asombrado de estar físicamente constituido por la misma materia prima de las estrellas, que nos hermana cosmológicamente. Elementos como el calcio y el fósforo no sólo constituyen nuestro cuerpo, sino los cuerpos planetarios y los espacios interestelares: «Así que estamos hechos de estrella, o mejor dicho todo el cosmos está hecho de nuestra propia carne» (Cardenal 1970/1996:183). Cardenal se había refugiado más de una vez en esta noción consoladora de la hermandad química del universo, pues la había vuelto a esgrimir en un ensayo de  madurez, de sobretonos poéticos, titulado Somos polvo de estrellas. En el poema que nos ocupa tampoco duda en volver a registrar su asombro ante nuestra constitución fisiológica compartida, afirmando que «Nuestra sangre viene de supernovas» (p. 6). Pero ahora no sólo se trata de estar hermanados fisiológicamente con los elementos constitutivos de los cuerpos celestes: es que el emisor de los versos aspira –ya lo adelanté–a unirse a ellos: «Materia que aspira hacia el espíritu / todo hacia donde converge todo / la unidad de todas las cosas» (p. 5).

La astrofísica, como hace años viene sugiriendo el poeta, nos ayuda a comprender que estamos intrínsecamente unidos, e incluso nos persuade de que los lindes entre la materia y el espíritu son sólo aparentes. A esta nueva luz, el misterio de la unión mística resulta científicamente plausible. En otras palabras, lo que Cardenal ha aprendido de la mano de Einstein y la cuántica acerca de la intercambiabilidad de la materia y de la energía y la unidad esencial de lo creado, hace que enigmas como el éxtasis de san Pablo resulten más fáciles de asumir. El Apóstol no supo distinguir el cuerpo del alma cuando experimentó el rapto místico que lo elevó a un simbólico «tercer cielo»: » Si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios los sabe» (Corintios 12: 2-4). Era tal la armonización de la materia con el plano espiritual que el cuerpo y el alma, en un estado supremo de reconciliación, resultaban indistinguibles. Cuerpo es alma y todo es boda: también Jorge Guillén lo dejó insinuado con belleza singular. Ante la nueva ciencia, propone Cardenal, ya nos nos extrañamos tanto ante este milagro unitivo.

Como se sabe, Teilhard de Chardin[5], de quien Cardenal se hace eco, había propuesto que la materia está “santificada”, y considera que el espíritu no es independiente de la materia, ni está en oposición a ella—como tradicionalmente postula el cristianismo—sino que se encuentra “emergiendo de ella” (Cardenal 2011: 14). Cardenal celebra el inmenso misterio con versos renovados: «Del vacío salen estrellas y planetas y nosotros» (p. 3); que no somos sino «nacidos de las cenizas de estrellas muertas» (p. 9).

Si todos estamos unidos en una conciencia cósmica que hace poco probable la diferenciación individual, nos es posible aceptar “científicamente”, reitera el poeta, la posibilidad de la experiencia mística. Sin necesidad de recurrir a la antigua noción del panteísmo, podemos pensar con el poeta que el Dios Trascendente no está del todo separado de su mundo creado. Erwin Schrödinger insiste en esta unidad armónica esencial del universo nacido del incomprensible Big Bang desde su óptica científica: no sólo la materia y la energía son intercambiables, sino que la multiplicidad de conciencias es sólo aparente, pues en realidad existe sólo una mente, que es transpersonal, universal, colectiva. Reconforta al místico nicaragüense saber que la ciencia ya no puede distinguir tajantemente entre la materia y la mente, por lo que fenómenos como la telepatía pueden explicarse con más comodidad que antes. “Y esto lo han experimentado los místicos en sus experiencias de unión con Dios, sintiendo que participan de una Sola Mente” añade Cardenal (Cardenal 2011: 57). Este poema que nos ocupa, junto a los textos recientes que lo anticipan, revisten pues una gran importancia para el pensamiento religioso en Hispanoamérica, pues nos ayuda a comprender la unión mística con ojos modernos.

Por eso no es de extrañar que nuestro aturdido contemplador de las partículas infinitesimales y de los astros que tiritan azules a lo lejos haya  encontrado cobijo en la nueva ciencia, que lo ayuda a asumir mejor la experiencia mística infinita que cantó en libros previos como la Vida en el amor, el Telescopio en la noche oscura, en los tomos de su autobiográfica Vida perdida , en sus Versos del pluriverso , en Este mundo y otro, y que ahora renueva en los versos de «Estamos en el firmamento». En el contexto de un universo concebido como un todo indivisible, donde el observador y el observado pueden confluir gozosamente en Uno, la noción de fundirse experiencialmente con el Todo ya no es tan extraña ni tan foránea al pensamiento racional. Así, postula el poeta que «un yo que se volvió nosotros / la multiplicidad de individuos en uno solo / evolución hacia el reino de los cielos» (p. 6).

Como recordará el lector, Cardenal había explorado con insistencia el tema evolutivo de la mano simultánea de Darwin y de Teilhard de Chardin. En el largo poema «El origen de las especies», por poner un solo ejemplo, el pez se convierte en ser humano paulatinamente, como si fuera a cámara lenta, ante los ojos asombrados del lector:

La vida salió a tierra

y empezó a andar

peces resbalosos

apoyados en aletas

como muletas

del límite acuático

al aire ilimitado

al secarse una poza

se sobrevive

andando a otra poza

y las aletas se hicieron patas

(Cardenal 2010: 11).

En su poema más reciente, Cardenal reescribe con pinceladas aureoladas de una ternura conmovedora la misma idea evolutiva de la vida:

Debido a nuestra humilde existencia

Darwin pensó que nació en charquitos

y porqué se produjo aun no sabemos (p. 1).

Pero esa evolución constante, de orígenes enigmáticos y modestos, se encamina sin embargo hacia la auto-conciencia: «A diferencia de los otros animales / el universo consciente de sí mismo / no el saber sino el saber que sabe» (p. 9). El universo, según Freeman Dyson, ya ha incluido en sí mismo las condiciones para poder contener observadores. Las leyes físicas hacen pensar que el cosmos fue diseñado para que en él hubiera seres conscientes capaces de observarlo y de entenderlo. Ya sabemos que, según Bohr, el átomo deja de ser confuso y nebuloso sólo cuando lo observamos: así de inextricablemente unido está el universo que habitamos y del que formamos parte esencial.

Los nuevos versos proponen, de otra parte, que este universo consciente de su propia factura y espiritualizado ab initio está aun en proceso de evolución. Nosotros mismos, que somos a nuestra vez evolución por nuestra constitución molecular y subatómica, podemos contribuir al progreso mismo de la evolución del cosmos. Dios dejó inacabada la creación para que nosotros la completáramos, propone con osadía el poeta: «Estamos aun en los albores de la creación / creación que continúa y debemos terminar» (p. 6).

 No debemos entender que la evolución constante del cosmos que Cardenal plantea en su escritura reciente de la mano de Teilhard de Chardin y otros teólogos modernos como Daniel Liderbach y Dietrich Bonhoffer constituye un fenómeno paralelo al “progreso” de la ciencia del siglo XIX. Estamos ante algo muy distinto: se trata de la evolución de la materia hacia el Espíritu, hacia el amor. “El mandamiento del amor ahora suena muy diferente a nuestros oídos. No es ya la caridad y la fraternidad como antes fueron planteadas, sino algo más imperioso desde el punto de vista evolutivo: ‘Amaos o pereceréis’”, había dejado dicho el poeta en su ensayo Este mundo y otro (Cardenal 2011b: 20). El supremo mandato de Cristo ya no es una sencilla enseñanza piadosa del Nuevo Testamento, sino una verdad que podemos inferir del estudio mismo del microcosmos: “Sin la constante tendencia de las células humanas a unirse en sociedad la Parusía no sería físicamente posible”, insiste (Cardenal 2011b: 19). Sobreviven pues los más aptos en este universo, que ahora son los que aman más, concluye Cardenal de la mano de Chardin con un júbilo espiritual que nos coloca en la antesala del Paraíso, pues vivimos en un universo solidario fundado en la caritas. En el poema que nos ocupa vierte en nuevos odres literarios la misma idea:

            La más consciente de las moléculas

hechos de hidrógeno y helio nada más

surgió no sólo por azar

con una esperanza común hacia el futuro

un yo que se volvió nosotros

la multiplicidad de individuos en uno solo

evolución hacia el reino de los cielos

En vez del Dios del Cielo el de la evolución

a más complejidad y más unión

para que todo sea uno (p. 6).

Se trata pues de una evolución comunitaria. El científico ateo Richard Dawkins había insistido en este dinamismo omnipresente en el cosmos: cada persona es una comunidad de millones de células, y cada célula es a su vez una comunidad de innumerables bacterias, por lo que cada animal o cada planta es una vasta comunidad de comunidades, a manera de una “selva tropical”. Como recuerda Cardenal en Este mundo y otro, esta noción dinámica le resulta a Dawkins “más hermosa que el Jardín del Edén” (Cardenal 2011: 26). La evolución comunitaria, sostiene Cardenal, tiene que ser la obra de un Dios que a su vez sea comunitario y relacional: “el universo es una comunión creada por la comunión divina, y procede de las relaciones de amor mutuo de la Trinidad” (Cardenal 2011: 26). Por eso, proclama ahora que nuestra propia factura personal evidencia ese anhelo –y ese generoso destino– de unión final: «Los brazos hechos para abrazar / los labios para besar» (pp. 9-10).

Cardenal postula que mientras mayor es la evolución de nuestra conciencia, mayor es nuestro instinto de unificación. El espíritu de la evolución es contrario al egoísmo porque nos conmina a pensar de manera colectiva. Esto ha llevado al poeta a considerar lo que se podría llamar una “fase de planetización” (Cardenal 2011: 14). Esta simbólica “globalización” podría entonces culminar, al menos desiderativamente, en el estado supremo de la caritas. Es decir, de una unión verdaderamente fraterna y dictaminada, irónicamente, por las leyes de la propia ciencia evolutiva. Entendida así, la evolución no es sino un proceso progresivo y siempre ascendente de espiritualización. Por eso Cardenal considera, junto a Teilhard de Chardin, que las crisis mundiales han sido tan sólo “dolores de crecimiento” que a la larga habrán de culminar en la eternidad, es decir, en el punto Omega, que es Dios (Cardenal 2011: 15). «Tierra que va a ver a Dios» (p. 1), propone, esperanzado, en su nuevo poema. El cosmos se muerde pues la cola y regresa a su principio. Sólo que este aserto, según Chardin, tiene un posible apoyo racional creíble en las nuevas teorías evolucionistas de Darwin. Cardenal se hace eco de esta idea revolucionaria, y la conjuga, para mayor complejidad, con las recientes lecciones de la astrofísica y la cuántica.

No deja de ser curioso que en sus escritos de madurez Cardenal haya cargado más la mano en la figura de Cristo que en sus libros anteriores. Tanto, que incluso había culminado su ensayo Este mundo y otro con un inesperado aserto pío muy cónsono con la espiritualidad católica: “Cristo es el fundamento de la Cosmología” (Cardenal 2011: 58). Vida en el amor y aún el Cántico cósmico y su secuela el Telescopio en la noche oscura resultaban más deístas a la luz de la espiritualidad más estrictamente mística que celebraban, en diálogo abierto con todas las persuasiones religiosas, desde las bantúes hasta las sufíes. Pero ahora, desde esta novel cristología que tiene aprendida, una vez más, en las páginas de Teilhard de Chardin, el contemplativo nicaragüense evoca las palabras de San Pablo a los colosences, en el sentido de que todas las cosas creadas fueron hechas para Cristo. Este pasaje paulino llevó a Chardin a hablar del “Cristo evolucionador”, como vuelve a recordar el poeta en su ensayo Este mundo y otro (Cardenal 2011: 16-17). Este Cristo, entendido como la plenitud de la evolución, no es sino el cumplimiento último y la culminación de la raza humana evolucionada.

Cristo es pues el primogénito entre muchos hermanos, y su destino convoca al nuestro propio. Al Dios asumir la carne humana, la santificó, por lo que el cuerpo del hombre también es imagen de Dios. Cardenal concluye con Teilhard de Chardin que la materia santificada, que tiende a evolucionar hasta alcanzar la conciencia, ya no divide el cuerpo del alma, sino que los aúna en Cristo, meta y acaso ejemplo paradigmático de la evolución santificante y caritativa. El “Cuerpo de Cristo” no es para Chardin y para Cardenal un simple agregado de seres humanos, “sino una interconexión física y propiamente una relación cósmica” (Cardenal 2011: 52) siempre en proceso de perfeccionarse. Ante esta ventana esperanzada a un posible destino feliz para la humanidad evolucionante, es curioso advertir que Cardenal echa de lado la trágica entropía, sobre la que tanto se había lamentado en sus Versos del pluriverso.

Los científicos contemporáneos devuelven pues una y otra vez al poeta al pensamiento cristiano tradicional. Ese Dios que se sale de sí mismo y se vuelca en la creación implica, necesariamente, una koinonia o comunidad con todas las criaturas. Por eso, Cardenal nos conmina ahora a

Tomar en serio lo de Jesús

que el reino está cerca

Un Dios por venir

encarnado cada vez  más en la evolución (p. 4).

La encarnación –«Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» toma un giro novedoso en el poema «Estamos en el firmamento» que vengo comentando: ese Dios que nos espera en el futuro evolutivo
«Es también persona / o sería menos que su creatura» (p. 5). Curiosa manera de defender la importancia de nuestra condición de seres creados, no cabe duda: Dios tiene que saborear nuestra condición ontológica para «completarse» de alguna manera.

La esperanza está pues dada: en el poema «El origen de las especies» Cardenal había celebrado la intuición de que la resurrección de Cristo, por ser parte de un cosmos inextricablemente unido, nos sería dada a todos:

La evolución nos une a todos

vivos y muertos

Lo que Darwin descubrió

(el que venimos de una sola célula)

es que estamos entrelazados

si uno resucita

resucitan todos

Ese mismo Cristo, que en el nuevo poema que nos ocupa vemos ya resucitado, nos alecciona en torno a la intercambiabilidad de la materia y el espíritu. Ya el poeta, por supuesto, ha contextualizado el milagro de la Resurrección dentro de las coordenadas de la nueva ciencia, por lo que nos conmina a releer el milagro fundacional cristiano con nuevos ojos. El cuerpo preternatural del Salvador atraviesa las puertas para darnos su eterno mensaje de paz:

entra sin que se abriera la puerta

Y dice: «La paz sea con ustedes» (p. 10).

Cardenal había insistido antes en este milagro de la resurrección, y había hecho referencia a ese Jesús resucitado de quien  San Marcos dice que se “apareció en otra forma” (Cardenal 2011b: 53) a sus discípulos. Apunto por mi parte que ese cuerpo dotado de nuevas propiedes espiritualizantes y capaz de atravesar la materia sólida evoca el “cuerpo preternatural” luminoso, inmaterial y perfecto al que algunos teólogos—pensemos en el contemplativo flamenco Ruusbroeck—se han referido por extenso. Al momento de morir ese cuerpo de luz alcanza siempre la plenitud de la madurez (hacia la treintena) aun cuando la persona haya muerto en la niñez o en la ancianidad. Hoy en día muchos metafísicos llaman “cuerpo astral” a dicho vehículo lumínico que “resucita” en el momento de la muerte[6]. Ese cuerpo, en efecto, también tiene la posibilidad de atravesar la materia sólida. O aparentemente sólida, según la nueva ciencia.

Cardenal vuelve a ponderar también, siempre desde su nueva óptica científico/teológica, el misterio de la muerte. Asumiendo que somos una unidad inextricable de materia y espíritu, se hace eco de Karl Rahner y del australiano Denis Edwards para entender que la resurrección ocurre en el momento mismo de la muerte. Este poceso de transfiguración conduce a un estado de comunicación más profunda con el cosmos y con los que ya han muerto, incluido Cristo, culminación misma de la evolución del cosmos santificado.

La teoría del poeta no disuena de la de Leonardo Boff (La resurrección de Cristo), para quien la muerte no existe porque el alma no se puede separar del cuerpo: se trata sencillamente del paso de un tipo de corporeidad biológica limitada (lo que llamamos cuerpo) a otro tipo de corporeidad ilimitada y cósmica. Morir es pues resucitar, y la resurrección de Cristo no fue un acontecimiento aislado. Todos resucitamos al morir. Ya lo dejó dicho el poeta: «si uno resucita / resucitan todos».

Por último, este poema reciente nos depara otra curiosa novedad: el poeta ha volatilizado su antiguo amor por las muchachas, cantado con nostalgia punzante a partir de la Vida en el amor. En los versos nuevos ya no se queja de aquellas renuncias que otrora confesaba aun «chorreaban sangre». Sospecho que estamos ante un poema de espiritualización y reconciliación supremas, por lo que ahora amar las estrellas es ya para el poeta amar a aquellas jóvenes cuyos besos aspiraba a volver a recibir en el seno trascendido de Dios. Es como si el emisor de los versos se sintiera al fin parte sustancial de un universo evolvente pero supremamente unificado y a salvo ya de las antiguas ausencias que aquejaban al poeta enamorado.

Este contemplador de los astros ha dado pues un vuelco inusitado a la noche estrellada  y los astros azules de Pablo Neruda y, por más, ha reescrito la nostalgia inconsolable de aquellos otros escrutadores del firmamento como fray Luis de León, Boecio e Ibn Gabirol, para proponernos un cielo que, asumido desde la astrofísica y la cuántica, ha logrado transmutar en el Cielo.

No es poco. Gracias, Ernesto, y que vengan más poemas.

Luce López-Baralt

Universidad de Puerto Rico

[1] Los dos extensos poemas y su breve estudio introductorio están en prensa en el Boletín de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española bajo el título de «Los poemas cosmológicos más recientes de Ernesto Cardenal (octubre de 2018).

[2] Luis Rocha Urtecho, Vida iluminada en el amor, Confidencial (confidencial.com.ni/vida-iluminada-en-el-amor/), 10 de noviembre 2018.

[3] Ibid.

[4] Uso la paginación del manuscrito original que me envió Cardenal.

[5] Como se sabe, la teoría evolutiva de Chardin, que cristianiza los postulados de Darwin al plantear un Dios Evolucionador, le ganó al paleontólogo el repudio de su propia Iglesia. Cardenal se lamenta amargamente de la triste suerte teológica del ilustre jesuita que tanto admira: “nos parece increíble que a Teilhard de Chardin se le hubiera prohibido la publicación de todo escrito que tuviera que ver con la teología” (Cardenal 2011: 15).

[6] Cf. Yogananda 2008.

Comentarios de Albert Torras Corbellalas sobre las tentaciones de la Luz de Zingonia Zingone

A veces, leer la poesía de alguien nos acerca a lo más hondo del pensar y el sentir de esa persona. Es curioso como la poesía, a diferencia de la novela, la ficción y otros relatos, la asumimos como algo que es propio intrínseco, inherente al sentir y pensar del propio autor. En cambio, cuando leemos novela, y teatro, asumimos que no todo aquello que leemos es lo que piensa el autor, sino que recrea situaciones que pueden, obviamente, superar sus experiencias vitales. Estamos seguros que ni Bram Stoker no se sentía vampiro, ni Michael Crichton se ha encontrado nunca un dinosaurio a punto de zampárselo.
Sin embargo, asumimos que la poesía tiene algo de personal e intransferible. O quizás sí, intransferible. La poesía de Zingonia Zingone se transfiere al lector, casi como papel secante, y consigue transmitir fe al ateo, sensualidad al casto, paz al aguerrido y elevación espiritual al desengañado.
Son algunos conceptos los que primeramente me gustaría destacar de las piezas que conforman este las tentaciones de la Luz y las series junto al pozo, peregrinaciones, sombras de luz filtrada, perspectivas del abismo, osadías, y toma mi silencio (canto cuaresmal). Son referentes, obviamente, de la religión, o mejor, de las religiones.
Inmersa en un profundo sentir del alma, del espíritu, Zingonia nos recuerda al referente de San Juan de la Cruz, que en su cántico espiritual ya decía aquello de:
“Entrado se ha la esposa
en el ameno huerto deseado,
y a su sabor reposa,
el cuello reclinado
sobres los dulces brazos del amado”
Siguiendo esta línea poética del amor y el erotismo hacia el espíritu, hacia Dios, hacia lo elevado, es donde encontramos la mejor tradición poética religiosa, en la que debemos situar a Zingonia.
Acaso no nos recuerda en parte San Juan de la Cruz los fragmentos de Zingonia cuando dice:
“porque soy la amada de mi amado
palabra de su palabra
ocre
en el tintero alado
y mi pergamino lecho de flores
acoge los versos
de su aliento plasmados”
Sin duda, los pocos entendidos en poesía mística y religiosa, buscaremos similitudes en poesías de otras grandes figuras como Santa Teresa de Jesus y su célebre Llama de amor viva, aquél que empieza:
“¡Oh, llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro”.
Por una parte la llama y el fuego o lo que enciende, y por otra el verbo romper, rasgar, agrietar, son también presentes en los poemas que Zingonia nos trae en este libro. Escucharán ustedes la voz a veces de Santa Teresa que habla por boca y pluma de Zingonia cuando nos revela:
“ahora
una llama quema
la miseria escondida en el dolor”
O en otro poema:
“tu reflejo me deslumbra
y enciende de nuevo
mi terca vanidad”
O como referencia al mito del fuego que habita en las cumbres y atrapa a Brunilda, en este fragmento también la llama es objeto de ese deseo de transcendencia y de comunión:
“orar
es rastrear una chispa
hecha piedra
ahogada en el río
y nadar contracorriente
entre pirañas
para alcanzar la cumbre helada
donde se origina el fuego
me pregunto
si levitarán las cenizas
testimonio
del espejo en flamas”
Y ya en el summum del éxtasis de Zingonia, de la cumbre, lo alto, altar al que llega, abrasada en estas palabras:
“te ofrezco
la flor más intima
para ornar el altar votivo
con pétalos en llamas
fénix hoy paloma”

No hay algo acaso aquí también de la gran Sor Juana Inés de la Cruz, cuando la mexicana dice aquello de…
“Deja las brasas, Porcia, que mortales
impaciente tu amor eligir quiere:
no al fuego de tu amor el fuego iguales;
porque si bien de tu pasión se infiere,
mal morirá a las brasas materiales
quien a las llamas del amor no muere”
Decíamos también que era importante en los poemas la referencia a lo que se rompe, se rasga, se agrita, y da paso a algo nuevo. Es semilla que agrieta la tierra para hacerse paso, es rotura que implica nacimiento.
Fijaos en este fragmento de sombras de luz filtrada cuando dice:
“La niña no sabía que todo es fractura. Al nacer la semilla rompe la tierra, el árbol corta el aire, la hiel se apodera del tronco, entonces tira frutos envenenados. Ella no sabía que de la muerte nace la vida”
A lo largo del poemario aparece esta referencia a la rotura y también a la transformación. Un ave fénix en paloma, una costilla en clepsidra, una mariposa en piedra. Dice:

“heme aquí una mariposa fósil”. O fruto “en la cruz me descubro pámpano de vid”
Lo que está por nacer se aprovecha, en la poesía de Zingonia, de cualquier grieta o fisura:
“tampoco es el beso
ni la ternura
sobre las fisuras de mi soledad”
O también
“a través de las grietas
el aljibe se traga el castillo
y la sequía destiñe la púrpura de mis tapices”
También son las grietas lugares donde habita lo desconocido:
“en los ojos del niño una fisura
brotan miedos
cuchillos
que rajarán la garganta del mundo”
Y casi en seguida dice:
“trinidad de grietas en el piso
marcando la piedra
una ranura en el muro:
lo desconocido
es silencio azul pintado
entre los rayos del sol”
La llama, la grieta son referentes que la enlazan con los autores ya tantas veces ensalzados. Las imágenes que nos ofrece Zingonia en su poesía pues no hace otra cosa que refrendar la idea previa, que Zingonia y su lírica merece estar entre lo más nutrido del panorama poético actual de este estilo.
Otro de los elementos que podemos destacar de la poesía de Zingonia es precisamente esta voluntad de elevación del espíritu. Nos encontramos, de forma permanente, referencias a cierta necesidad de dejar atrás la carne y suspenderse entre cielo y tierra, gozando de la luz, de la experiencia mística, como decíamos antes, del éxtasis de Santa Teresa.
Fíjense en algunos momentos, desde el primer poema, cuando ya nos muestra su predilección por aquello que vive entre cielo y tierra y que nos recuerda a la figura de un colibrí:

“el movimiento repetido y sensual
un tango suspendido
la existencia”
Esta idea de suspensión será reiterativa en el poemario, de hecho este colibrí aparece mas tarde cuando en un poema de inspiración sufí se confiesa:
“y yo me aferro al colibrí
a la incesante solidez
de su liviandad”
Quien se suspende en el aire, obviamente teme a caer. Y destila a veces Zingonia este miedo que no es otra cosa que aferrarse a su convicción para no caer en ninguna tentación. Desde lo alto, Zingonia nos dice:
“Teme su caída. Refugiada en la transparencia de su aljibe, desvelo tras desvelo, almacena los sismos de sus visiones. Él siempre está allí: patinando sobre el fino hielo de los abismos”.
Ah, los abismos, justo en el siguiente poema, llamado “estando en Patmos”, inicia:
“vi el abismo
la tierra se movía
se mecía el templo
doblándose
como un junco en el viento”
Acaso no está Pegaso suspendido también. En el poema “Quimera” aparece ahí en lo alto:
“como Pegaso subo
y no dejo que el freno
detenga mi sonrisa”
E incluso más, en el poema “La sulamita”:
“suspendida estoy
entre la bruma y el ocaso
incipiente fragmento disperso en el tiempo”
Y también más adelante
“me regocijo en el vuelo
que a toda criatura levanta
sobre mis alas
una cruz fluorescente”

No podía dejar de estar presente en la obra de Zingonia toda la simbología que tiene el agua, y no solo el agua sino el manantial y el pozo, que como ayer mismo me comentaba, es el lugar donde sacia el hombre su sed, pero también era el lugar donde las mujeres iban a encontrar al hombre.
Saciarse, colmar esa necesidad de agua que nutre e inunda el cuerpo, es otra de las imágenes que forman parte del corpus del libro, casi de inicio a final. No es baladí que ya el titulo del primer conjunto de poemas se llame junto al pozo y que finaliza con la conclusión:

“del fondo del pozo
surge la sed más grande”
Este manantial cabe contraponerlo a la sequedad con la que la autora a veces se mortifica, como dice en peregrinaciones:
“beso los granos de la esperanza
pido el don del llanto
emboscada en la umbra
mi aridez”

Y qué tanto ese agua, ese lago, esa gota, eso que brota como manantial es idea asumida, reiterada, saciante? Tanto como que en pocas páginas:

“el agua forja el deseo encendido del sol”
“un gemido es el lago de la duda”
“yo soy el ricino seco que alimenta el gusano
gota
de la expiación universal”
O antes
“asoma
la fuente que todo lo origina
una pequeña gota se desliza
por la esquina de tu boca”

No quiero redundar en imágenes que sin duda Zingonia coloca casi de forma matemática en el texto. Ella se dice imperfecta, y ayer estuvimos un buen rato hablando de eso, de nuestras imperfecciones, de nuestras fortalezas y nuestras debilidades, de nuestra necesidad de ser y de sentir.

Para finalizar, recomiendo su lectura, un puente necesario, amable, de exquisita sensualidad mística, de elevación espiritual poderosa, entre la pulsión y la castidad; entre las pretensiones de la sensibilidad corpórea y los corsés que impone la convicción del que se sabe atrapado entre cielo y tierra. Indispensable para estos tiempos de fe errática y de relativismo moral.

LOS POEMAS COSMOLÓGICOS MÁS RECIENTES DE ERNESTO CARDENAL

Ernesto Cardenal, ya próximo a cumplir 94 años el próximo 20 de enero de 2019, sigue siendo pródigo en sus versos, que ya constituyen una producción poética muy extensa. Ernesto ha tenido la enorme bondad de compartir conmigo estos nuevos poemas, tan recientes, para que vean la luz como primicia especial en nuestro Boletín de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, con su permiso expreso de publicación. Más adelante los poemas habrán de formar parte del corpus de la Poesía completa que su editor, Alejandro Sierra de Trotta de Madrid, ultima para publicación en 2019. De otra parte, el próximo enero, justamente con motivo del cumpleaños del poeta, Anamá Editores de Nicaragua, que dirije Salvador Navas, editará el volumen Hijo de las estrellas con ilustraciones del artista Ramiro Lacayo. Estamos pues ante un artista en plena actividad literaria, de lo cual dan fe los nuevos poemas que presentamos aquí. Cardenal, el más grande poeta vivo de Latinoamérica, fue honrado con el Premio Reina Sofía de poesía en 2012.

En estos poemas que el lector tiene hoy en la mano, titulados «Así en la tierra como en el cielo» e «Hijos de las estrellas», el poeta nicaragüense continúa su reflexión cósmica en torno al misterio de ese universo inacabable que denomina pluriverso. Se trata de un motivo temático que ya venía tratando en sus libros anteriores, cósmicos como los de Whitman y a veces tan osados como los de Pound: todos recordaremos el Cántico cósmico, el Telescopio en la noche oscura, los Versos del pluriverso Este mundo y otro.  Cardenal desvía una vez más su mirada de este mundo lleno de decepciones hacia el firmamento estrellado. Y, una vez más, su meditación cosmológica lo lleva a reflexionar sobre los misterios últimos del universo con las herramientas de la astrofísica moderna. Salta a la vista que la proclividad de Cardenal a la ciencia de los astros se ha seguido intensificando en sus versos de madurez: importa insistir en que, con su novedosa escritura poética, en la que baraja al unísono la cuántica de Niels Bohr con la teoría de la evolución, con la astrofísica, con el Tao, con el Génesis, con el Cristo resucitado, el vate nicaragüense renueva de manera audaz el vocabulario de la teología y de la mística. Cardenal es plenamente consciente de lo que implica su aventura religiosa y científica, pues preguntado sobre si era un innovador en poesía, afirma: «Sí, creo que soy el único poeta o al menos el único que yo conozco, que está haciendo poesía sobre la ciencia, poesía científica…» [1]. El poeta, siempre iconoclasta y amigo de romper paradigmas, añade sin ambages: «Paul Davies ha dicho: La ciencia es un camino hacia Dios más seguro que la religión. Yo así lo creo, porque las religiones dividen a los pueblos y la ciencia no»[2].

Pese a que Cardenal ya había estrenado esa voz poética científica tan renovadora en sus libros anteriores, hay muchas novedades literarias en estos nuevos versos a un pluriverso «que se abre en flor» según evoluciona lentamente. El protagonista poemático le exige sentido a un cosmos henchido de secretos impenetrables, pero a la vez intuye que realmente no puede no tener sentido: «por algo explotan las estrellas», concluye esperanzado. Sabemos que el emisor de los versos habla de convicciones íntimas, no de retórica vacía: en un correo electrónico desde Managua me glosó con aliento confesional el sentido que le da a sus recientes poemas: «Este poema [‘Hijos de las estrellas’] ha sido un esfuerzo por darle sentido al universo. Y un sentido a la muerte […] Es mi último escrito y creo que no tendría más que hacer porque sería repetirme» (corrreo del 14 de noviembre de 2018). También Luis Rocha Urtecho se refiere a las reflexiones recónditas del poeta: «Cuando en una ocasión le preguntaron [a Cardenal] si sentía miedo a la muerte, respondió: ‘Sí, Cada vez estoy más cerca, pero al mismo tiempo pienso que la muerte no es definitiva, creo en la resurrección'»[3].

El poeta también insiste en un motivo temático que vertebra a los dos poemas que incluímos aquí, pues sabe bien que somos un «cosmos consciente de sí mismo», un planeta que se piensa con milagrosa autorreflexión: «Átomos inconscientes se juntaron / y fueron conscientes (nosotros)…»; «polvo de estrellas  / que puede en la noche / mirar las estrellas». De otra parte, el poeta nos conmina al vértigo colocando la figura de Jesús e incluso la evolución de las especies en un novedoso contexto sideral. Ya sabemos que en sus libros anteriores había hecho una valiente síntesis de las teorías evolutivas de Darwin y del evolucionismo espiritual de Teilhard de Chardin, y aquí reitera la misma idea de que todo evoluciona hacia el Amor. Pero vierte su pensamiento teórico en odres poéticos nuevos, como cuando concibe al ser humano como el «único animal vestido» que empezó «mamando mamas» y a la larga se convirtió en astrofísico: no fue sino «hasta hace poco supimos de galaxias». Pero Darwin, el teórico de la evolución, siempre dice presente: «Quedándonos en los árboles / no hubiera habido escritura / la liberación de la mano fue escritura / mano antes humilde aleta / de especie de pescado ya extinguida». El ser humano celebra «la dicha de estar sin dinosaurios», cuando éstos se tornaron en pájaros: «bracitos de dinosaurios / fueron las alas actuales». Quedamos sin competencia sobre la faz de la tierra y fue entonces que pudimos dominarla: «de la sabana africana a manejar el avión».

Incluso vemos a una nueva luz la noche oscura final de santa Teresita de Lisieux en el poderosísimo remate final del poema «Así en la tierra como en el cielo». No hay nada en este plano de conciencia de sombras que carezca de sentido y que no pueda culminar en luz:

Santa Teresita de Lisieux

murió con una tentación de ateísmo

venció la tentación diciendo:

aunque no existas yo te amo.

 

(Me permito añadir un dato conmovedor: santa Teresita admitió antes de morir que esta noche oscura o etapa de sequedad insufrible, descreimiento y sentido de abandono le fue muy útil, pues logró hermanarse con quienes son incapaces de creer en la Trascendencia.)

El poeta también reescribe y se apropia del pensamiento de Unamuno, de Víctor Hugo, de Martí, de Newton, de Sor Juliana, aunando estas voces tan dispares con la astrofísica y la entropía, pues todas, cada una a su manera, buscan el Uno. Ya lo había hecho en su Cántico cósmico, donde hizo un compendio de sabiduría que oscilaba entre lo científico y lo histórico, lo artístico y lo amoroso, lo macrocósmico y lo microcósmico. Cardenal cantaba por igual a los espacios interestelares, a los átomos infinitesimales, a las galaxias nacidas del Big Bang y a los tigritos tiernos en las fauces protectoras de sus madres, a las campesinas del Cuá, al triunfo sandinista de otrora y a los cuadros de Klee. En sus nuevos poemas no ha dudado en forjar viñetas insólitas que se nos antojan barrocas por su inesperado aliento aglutinador. Es justamente gracias a su extrema riqueza de motivos literarios, filosóficos, históricos y espirituales que el poeta logra persuadirnos de la complejidad infinita del universo, que culmina en la Unicidad protectora de la Trascendencia. Todo, por diverso que sea, se hermana en el regazo de Dios.

Para sorpresa del lector, y con su osadía habitual, Cardenal también renueva el pensamiento teológico, concibiéndolo de manera cosmológica, cuando afirma que Dios, «solitario en la Eternidad», se «aburriría» sin nosotros. Por más, cuando alude con gesto declaradamente esperanzado al «romance de Dios con nosotros» está apostando una vez más al sentido necesario y último de un pluriverso creado por el Amor, aquel que para Dante «movía el sol y las demás estrellas». Dios, por ello mismo, no es «extravagante» porque el universo que ha hecho por fuerza ha de tener sentido. El célebre humor de Cardenal, siempre de ruptura, como oportunamente ha destacado Sylma García González[4], continúa punteando de manera deliciosa la solemnidad de estos nuevos poemas de aliento cósmico. «Ya con esta me despido», apunta el poeta hacia el final de «Hijos de las estrellas», remedando a los antiguos juglares y aun al cancionero popular latinoamericano, consciente que se trata de poemas largos de gran aliento que hay que desinflar oportunamente. Con esa misma tónica libérrima de humor desacralizante, el poeta reflexiona a favor de Jesús la siguiente ocurrencia en torno al Dios Padre, que lo envió a redimir el caos del cosmos: «[es un] mundo peligroso / para enviar un hijo»…».

Cardenal, fiel a sus vertiginosas aglutinaciones temáticas, yuxtapone lo impensable, dotando sus poemas de gran dinamismo: la posibilidad siempre viva de los extraterrestres; la justicia social, sin la cual el universo no tendría sentido, entendida ahora en términos cósmicos antes que históricos; las teorías de Darwin puestas en verso («nuestros genes casi los del mono», pues los animales son nuestros «primos»); la palomita de San Nicolás cuidando sus huevitos, hermana nuestra desde el vientre inusitadamente materno del «Big Bang» («fuimos uno solo en el Big Bang / y añoramos esa unidad»). Accedemos también a la sorpresa de la luz como comida, pues sin el sol radiante no había plantas, e incluso la Eucaristía hubiese sido imposible.

Una vez mas, el amor humano dice presente en las páginas de Cardenal. Como era de esperar dada la tónica de los poemas, vuelve a ponderar el erotismo dentro de coordenadas cosmológicas: «un universo en el que el sexo / es el grito de que estamos incompletos». El poeta tampoco duda en considerar que la evolución depende de la mismísima belleza de las mujeres: «la mujer es bonita para que fuera fértil». Evoca una vez más los besos que no dio y que habrá de recuperar en otro universo paralelo, o en el seno de Dios. «La tristeza de lo que no vuelve / Aquellas que yo quise…»; Los besos que no disteis / el nuevo tiempo reversible / será danza y música».

Las nuevas reflexiones del poeta sobre la muerte son a su vez inesperadas y originalísimas: «Millones de estrellas conscientes / sus sacrificios brillan toda la noche / enseñándonos a morir». Extraordinaria y novedosa visión del parpadeo de las estrellas, sin duda. Cada vez que las miremos de noche habremos de recordar que su brillo falaz constituye su agonía, y que son nuestras maestras en el proceso fraterno de la muerte. De otra parte, la lógica con la que dirime Cardenal la imposibilidad de una muerte sin sentido resulta de una ternura inusitada: «Hay tantos muertos que he querido / que no me resigno a un final total». El futuro de la materia (aquella cuyo misterio no resolvió Einstein porque cuando le preguntaban por su origen señalaba con el índice al cielo) también se ve a la luz de una redención final: «La materia también tiene un futuro: / una intimidad con Dios».

La conclusión de ambos poemas destila siempre esperanza: santa Teresita, como dejé dicho, amando a su Dios, aunque no existiera; y el emisor de los versos, sabiendo que puede morir tranquilo porque si Dios lo ha amado lo seguirá amando después de la muerte: «Y voy a la muerte sin temor / porque si me amas me amarás siempre». Este verso que parecería constituir una plegaria nace de la gracia mística que Cardenal canta en varios de sus libros, en los que confiesa al lector que ha vivido fruitivamente el Amor infinito con certeza total. «Yo tuve una cosa con Él, y no es un concepto», declara sin ambages de lo que le aconteciera un 2 de junio de 1956. Es que el poeta sabe bien, por experiencia fruitiva, lo que es el «tasted knowledge» o conocimento degustado de la Trascendencia–aquello que san Juan de la Cruz denominó como ciencia sabrosa.

Hacia el final de «Hijos de las estrellas», Cardenal plantea la idea que la creación de la belleza es uno de nuestros mandatos en este universo misterioso. «También el Arte parte del Reino / []… /nuestro deber de embellecer el mundo…». Cardenal lo ha logrado con creces, a pesar de las tristezas presentes de su patria, a pesar del desamor de este planeta que parecería no saber vivir sin guerras y holocaustos.

No cabe sino agradecer al poeta que haya compartido con nosotros estos versos vivos, inquietantes, literariamente –y aun teológicamente– revolucionarios. Como recordaremos, Cardenal había titulado su autobiografía con el título agridulce de Vida perdida, remedando a Lucas 9, 24: «El que pierda su vida por mí, la salvará». Pero la ha «ganado» no solamente por haberla rendido al prójimo y por lo extremo de sus renuncias («que aun chorrean sangre»), sino por su escritura, siempre en constante evolución artística, que ahora incluye estos nuevos poemas cosmológicos de estremecedora belleza. Vida ganada pues para la literatura, y también para todos nosotros, porque su legado literario es hoy patrimonio palpitante de la poesía en lengua española.

Luce López-Baralt

Universidad de Puerto Rico