Poemas de William Grigsby Vergara

CANCIÓN DE LAS JACARANDAS 

Las jacarandas somos las indolentes,

las raras, las insufribles, las baratas,

las que no ganamos premios literarios

porque tampoco nos publican;

las que perdemos más de lo que ganamos

cuando por accidente, nos publican;

las que siempre fuimos ajenas

a las alfombras rojas

en los eventos de poesía;

las que vemos las nubes y no el cielo;

las que vemos de arriba para abajo

siguiendo la trayectoria de nuestro destino;

las que machucan la piedra equivocada

mientras suben la colina y se caen

y se quiebran todos los huesos

y luego sobreviven, como Sísifo;

las que amamos a Leonora Carrington

porque entendemos a Leonora Carrington,

las que no se relacionan más que consigo mismas,

las payasas, las rarezas de circo, repito;

las que repetimos y tartamudeamos,

las que pierden todo, incluso su tiempo;

las que espantan a sus novios

porque además de espantapájaros

somos espantanovios; las que fumamos tedio

sobre ceniceros infinitos de ocio grisáceo;

las que nunca pudieron defenderse

ni tienen turno alguno para desahogarse

en el karaoke absurdo de la existencia;

las que fuimos abusadas en la infancia

y las que denunciamos ese abuso;

las jacarandas libres somos las mujeres

que hablamos solas porque aprendimos a gritar solas;

las que rodamos por la ciudad sin rumbo cierto

o nos encerramos en el cuarto

como un punto muerto,

las que vivimos entre partos y sonetos,

las que, pese al ruido, leemos a Clarice Lispector,

las enfermizas, las marimachas, las negras, las trans,

las monjas arrepentidas, las policías, las del ejército,

las que abortaron una vez para no morir dos veces,

las minorías panfletarias cuyas consignas son panfletos;

las que hacemos el amor en los baños públicos

y también lloramos en los baños públicos;

las bestias del espectáculo, las rateras,

las drogadictas, las alcohólicas,

las limpias, las desquiciadas,

las hueseras, las cartoneras,

las piñateras, las tortilleras,

las taqueras, las pulqueras,

las camoteras, las globeras,

las jimadoras, las organilleras,

las que hacemos un voto de pobreza

en nombre de la Soledad y somos ricas en Soledad,

las jacarandas libres de la Ciudad de México

somos las que nunca existieron en vano

porque tampoco desearon existir,

las que escuchamos canciones

de amores perdidos hasta gastarnos,

las que usamos espejos en el Metro

y somos espejismos en las calles,

las que sabemos que los fantasmas

no pueden reflejarse en los espejos.

ELOGIO DE LA LECTURA

El otro día quise releer a Nietzsche 

y me aburrió tremendamente.

Ya sé que Nietzsche escribía con la bilis, 

ya me sé sus refranes, sus aforismos,

su Anticristo, su Eterno Retorno, 

el ocaso de sus ídolos, su Zaratustra

y toda su diatriba contra Wagner, 

a quien admiró profundamente.

Ya estuvo bueno de Nietzsche, pensé.

Luego intenté con los diarios de Pizarnik, 

pero conozco el final, es demasiado trágico.

Quise releer la prosa completa de Borges, 

pero tantas páginas escritas

en torno a la inmortalidad 

y la Cábala y Spinoza y Stevenson

me transmitieron una sensación

de grosera repetición de temas y autores.

Lo encontré obsesivo:

relojes de arena, mapas del mundo, 

tigres de bengala, panteras, 

brújulas, Palermo,

Buenos Aires, Babilonia, los griegos,

los laberintos, los espejos,

las bibliotecas inglesas, 

los anticuarios persas,

las mil y una manera de citar

las mil y una noches, en fin,

me parecieron excesivas…

No pude más con mi querido Borges.

Ni con sus prólogos, ni con su falsa modestia.

Además, nada de sexo en su obra completa.

Luego me quise aventar una vez más

la Antología personal de Darío, 

pero me sé de memoria

sus mejores versos 

porque a Darío, en Nicaragua,

lo leemos desde el colegio.

No solo lo leemos, también lo recitamos.

En el colegio nos recetan lo mismo de Darío:

A Margarita Debayle, Sonatina, Lo fatal,

esa es la triste realidad, pero bueno,

abrí después un libro de Bolaño, 

pero a lo largo de cinco largas páginas 

no encontré una sola genialidad,

qué pereza, los personajes 

son siempre poetas 

y ya sabemos cómo acaban 

los poetas según Bolaño, 

no hay finales felices, 

qué predecible, cerré el libro.

Luego quise leerme la Antología de Sabines, 

pero me pareció en extremo prosaica 

y coloquial. Lo encontré,

cómo decirlo, insípido a Sabines.

Muy creativo, es cierto, pero insípido.

Luego me atreví a circunvalar 

las aguas densas de Hegel y Kant, 

los dos me parecieron demasiado cerebrales,

tautológicos, ontológicos, epistemológicos,

herméticos, intragables e infumables, 

no pude continuar con el uno, 

menos con el otro, y así, qué cosas.

Luego quise leer la Náusea, de Sartre, 

pero es una prosa tan líquida 

que no se sostiene 

en el tiempo.

Su náusea me dio sueño, 

no pude con Sartre.

Luego quise leer a Camus, 

pero El extranjero es el libro más árido

sobre la faz de la Tierra, diga lo que diga la crítica,

leer a Camus es como ver cine ruso en plena Guerra Fría.

Me metí entonces con La broma infinita 

de Foster Wallace, 

pero tampoco me hizo gracia.

Si me aburre ver tenis, me aburre el doble 

leer sobre la aburrida vida de los tenistas. 

Además, me pareció un libro depresivo, 

deprimente y hasta farmacológico.

Lo siento, no pude con tanto.

Entonces empecé de nuevo

La búsqueda del tiempo perdido,

pero al cabo de diez páginas

sentí una lenta ola de hastío 

creciendo con gran fuerza

hacia una vorágine de pereza

y me enteré que literalmente 

estaba perdiendo mi tiempo.

Proust es demasiado denso, pensé.

Qué sintaxis más pesada, Dios mío.

Lo mismo me pasó con Onetti.

Con Tolstoi y Chéjov.

Con Hemingway.

Pero Hemingway, además, 

me pareció un escritor 

excesivamente descriptivo.

Un autor de aburridos paisajes.

Paisajes de guerra. Paisajes de mar.

Paisajes sin hondo carisma,

sin chispa, sin pasión,

literatura sin literatura.

Lo abandoné por Cortázar,

pero nunca logré terminar Rayuela, 

para ser honesto tiene capítulos tan largos 

y prescindibles como cualquier libro de Sábato.

Además, el humor de Cortázar es cursi,

abusa de los diminutivos 

y es más afrancesado 

que el propio Paul Verlaine.

Quise darle una última oportunidad 

a Gabriel García Márquez, el Nobel de 1982,

pero me bastó con los primeros 50 años de soledad.

Luego, cuando el libro empezó a narrar detalladamente

guerras tropicales en el revuelto Macondo de los Buendía

me sentí dentro de un documental de la Revolución Cubana.

Entonces me espanté. No pude más, lo dejé a la mitad.

Luego quise leer la poesía de Mario Benedetti, 

se me hizo lírica, pero me recordó 

la misma forma de sentir 

que tenía Sabines, 

entonces abandoné la lectura.

Hice lo que pude con Juan Rulfo, 

empecé de nuevo Pedro Páramo, 

pero el archiconocido final de la novela 

me impedía seguir el grave nudo de la historia. 

Entonces empecé a escuchar murmullos 

dentro de mi pecho en la medida 

en que Rulfo repetía y repetía

el nombre de Comala,

Susana San Juan

y Damiana Cisneros.

Murmullos ensordecedores, 

esto ya lo viví, pensé.

Lo tremendo de Pedro Páramo 

es que, eventualmente, el lector se desvanece

como los fantasmas que protagonizan la novela de Rulfo.

En fin, ya estuvo bueno de Rulfo por un tiempo.

Luego quise entrarle con ganas a Pessoa, 

pero Pessoa es demasiado abstracto, 

etéreo, en fin, no hay nada concreto 

en el Libro del desasosiego, 

es una cadena interminable de metáforas, 

pero incluso lo bello, cuando se repite mucho, cansa.

Entonces quise resucitar mi amor por Simone Weil, 

pero el amor no se puede forzar en la vida.

Sus pensamientos estaban gastados

en el dialecto misericordioso de mi corazón. 

Simone perdió frescura, o la perdí yo, no sé.

No importa, el punto es que abandoné

una cosa tan bella

como La gravedad y la gracia,

lo cual me pareció poco menos que trágico.

Luego quise volver a Neruda, 

al Neruda más volcánico,

pero de repente sentí 

que estaba releyendo a Whitman:

Neruda es la versión sudamericana 

de un canto épico norteamericano, 

concluí. Luego cerré el grueso caudal

de su famoso Canto General.

Abrí entonces Libertad bajo palabra, 

pero el poemario me pareció tan hermético

como el mismo Hegel. Ya no digamos Kant.

Un hermetismo lírico, no filosófico,

pero hermetismo, al fin y al cabo.

Adiós Octavio, no soy pacifista.

Me propuse terminar entonces

las Crónicas de Bob Dylan, 

pero no pude con tanta soberbia.

Dylan es una diva infumable.

No señor, prefiero abrir Spotify 

y escuchar su discografía completa.

Finalmente decidí releer 

El principito, mi querido Principito,

pero sus dibujos ya no me hacían gracia, 

entonces entendí que algo andaba mal en mí.

Entendí que algo se había perdido en mí.

O que yo me había perdido en algo.

Algo sagrado, algo más que mi propia edad.

Por eso también fracasé con el Quijote de Cervantes, 

cuyo español antiguo exige un esfuerzo doble para entenderlo.

Y por eso también fracasé con el Ulises de Joyce.

Y con los cuentos completos de Poe.

Y con los sonetos de Sor Juana.

Y con la Comedia de Dante.

Y con el Hamlet de Shakespeare, 

cuyo monólogo me sé de memoria también.

Entonces, cuando pensé que todo estaba perdido, todo,

cuando sentí que podía incluso morir 

de tanta indiferencia literaria

porque ni siquiera Kafka,

ni siquiera Dostoievski, 

ni siquiera Dickinson,

ni siquiera Bukowski,

ni siquiera Lispector,

ni siquiera Faulkner,

ni siquiera Dickens,

ni siquiera Balzac,

ni siquiera Flaubert,

ni siquiera César Vallejo,

ni siquiera el gran Nicanor Parra,

ni siquiera la Sagrada Biblia me llenaba,

cayó en mis manos un librito de J.D. Salinger

y las páginas del Guardián entre el centeno

me hicieron sentir como el eterno adolescente

que siempre quise ser mientras me preguntaba

con la inocencia natural de Holden Caulfield:

¿Adónde van los patos de Central Park 

cuando el lago se congela?

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