CANCIÓN DE LAS JACARANDAS
Las jacarandas somos las indolentes,
las raras, las insufribles, las baratas,
las que no ganamos premios literarios
porque tampoco nos publican;
las que perdemos más de lo que ganamos
cuando por accidente, nos publican;
las que siempre fuimos ajenas
a las alfombras rojas
en los eventos de poesía;
las que vemos las nubes y no el cielo;
las que vemos de arriba para abajo
siguiendo la trayectoria de nuestro destino;
las que machucan la piedra equivocada
mientras suben la colina y se caen
y se quiebran todos los huesos
y luego sobreviven, como Sísifo;
las que amamos a Leonora Carrington
porque entendemos a Leonora Carrington,
las que no se relacionan más que consigo mismas,
las payasas, las rarezas de circo, repito;
las que repetimos y tartamudeamos,
las que pierden todo, incluso su tiempo;
las que espantan a sus novios
porque además de espantapájaros
somos espantanovios; las que fumamos tedio
sobre ceniceros infinitos de ocio grisáceo;
las que nunca pudieron defenderse
ni tienen turno alguno para desahogarse
en el karaoke absurdo de la existencia;
las que fuimos abusadas en la infancia
y las que denunciamos ese abuso;
las jacarandas libres somos las mujeres
que hablamos solas porque aprendimos a gritar solas;
las que rodamos por la ciudad sin rumbo cierto
o nos encerramos en el cuarto
como un punto muerto,
las que vivimos entre partos y sonetos,
las que, pese al ruido, leemos a Clarice Lispector,
las enfermizas, las marimachas, las negras, las trans,
las monjas arrepentidas, las policías, las del ejército,
las que abortaron una vez para no morir dos veces,
las minorías panfletarias cuyas consignas son panfletos;
las que hacemos el amor en los baños públicos
y también lloramos en los baños públicos;
las bestias del espectáculo, las rateras,
las drogadictas, las alcohólicas,
las limpias, las desquiciadas,
las hueseras, las cartoneras,
las piñateras, las tortilleras,
las taqueras, las pulqueras,
las camoteras, las globeras,
las jimadoras, las organilleras,
las que hacemos un voto de pobreza
en nombre de la Soledad y somos ricas en Soledad,
las jacarandas libres de la Ciudad de México
somos las que nunca existieron en vano
porque tampoco desearon existir,
las que escuchamos canciones
de amores perdidos hasta gastarnos,
las que usamos espejos en el Metro
y somos espejismos en las calles,
las que sabemos que los fantasmas
no pueden reflejarse en los espejos.
ELOGIO DE LA LECTURA
El otro día quise releer a Nietzsche
y me aburrió tremendamente.
Ya sé que Nietzsche escribía con la bilis,
ya me sé sus refranes, sus aforismos,
su Anticristo, su Eterno Retorno,
el ocaso de sus ídolos, su Zaratustra
y toda su diatriba contra Wagner,
a quien admiró profundamente.
Ya estuvo bueno de Nietzsche, pensé.
Luego intenté con los diarios de Pizarnik,
pero conozco el final, es demasiado trágico.
Quise releer la prosa completa de Borges,
pero tantas páginas escritas
en torno a la inmortalidad
y la Cábala y Spinoza y Stevenson
me transmitieron una sensación
de grosera repetición de temas y autores.
Lo encontré obsesivo:
relojes de arena, mapas del mundo,
tigres de bengala, panteras,
brújulas, Palermo,
Buenos Aires, Babilonia, los griegos,
los laberintos, los espejos,
las bibliotecas inglesas,
los anticuarios persas,
las mil y una manera de citar
las mil y una noches, en fin,
me parecieron excesivas…
No pude más con mi querido Borges.
Ni con sus prólogos, ni con su falsa modestia.
Además, nada de sexo en su obra completa.
Luego me quise aventar una vez más
la Antología personal de Darío,
pero me sé de memoria
sus mejores versos
porque a Darío, en Nicaragua,
lo leemos desde el colegio.
No solo lo leemos, también lo recitamos.
En el colegio nos recetan lo mismo de Darío:
A Margarita Debayle, Sonatina, Lo fatal,
esa es la triste realidad, pero bueno,
abrí después un libro de Bolaño,
pero a lo largo de cinco largas páginas
no encontré una sola genialidad,
qué pereza, los personajes
son siempre poetas
y ya sabemos cómo acaban
los poetas según Bolaño,
no hay finales felices,
qué predecible, cerré el libro.
Luego quise leerme la Antología de Sabines,
pero me pareció en extremo prosaica
y coloquial. Lo encontré,
cómo decirlo, insípido a Sabines.
Muy creativo, es cierto, pero insípido.
Luego me atreví a circunvalar
las aguas densas de Hegel y Kant,
los dos me parecieron demasiado cerebrales,
tautológicos, ontológicos, epistemológicos,
herméticos, intragables e infumables,
no pude continuar con el uno,
menos con el otro, y así, qué cosas.
Luego quise leer la Náusea, de Sartre,
pero es una prosa tan líquida
que no se sostiene
en el tiempo.
Su náusea me dio sueño,
no pude con Sartre.
Luego quise leer a Camus,
pero El extranjero es el libro más árido
sobre la faz de la Tierra, diga lo que diga la crítica,
leer a Camus es como ver cine ruso en plena Guerra Fría.
Me metí entonces con La broma infinita
de Foster Wallace,
pero tampoco me hizo gracia.
Si me aburre ver tenis, me aburre el doble
leer sobre la aburrida vida de los tenistas.
Además, me pareció un libro depresivo,
deprimente y hasta farmacológico.
Lo siento, no pude con tanto.
Entonces empecé de nuevo
La búsqueda del tiempo perdido,
pero al cabo de diez páginas
sentí una lenta ola de hastío
creciendo con gran fuerza
hacia una vorágine de pereza
y me enteré que literalmente
estaba perdiendo mi tiempo.
Proust es demasiado denso, pensé.
Qué sintaxis más pesada, Dios mío.
Lo mismo me pasó con Onetti.
Con Tolstoi y Chéjov.
Con Hemingway.
Pero Hemingway, además,
me pareció un escritor
excesivamente descriptivo.
Un autor de aburridos paisajes.
Paisajes de guerra. Paisajes de mar.
Paisajes sin hondo carisma,
sin chispa, sin pasión,
literatura sin literatura.
Lo abandoné por Cortázar,
pero nunca logré terminar Rayuela,
para ser honesto tiene capítulos tan largos
y prescindibles como cualquier libro de Sábato.
Además, el humor de Cortázar es cursi,
abusa de los diminutivos
y es más afrancesado
que el propio Paul Verlaine.
Quise darle una última oportunidad
a Gabriel García Márquez, el Nobel de 1982,
pero me bastó con los primeros 50 años de soledad.
Luego, cuando el libro empezó a narrar detalladamente
guerras tropicales en el revuelto Macondo de los Buendía
me sentí dentro de un documental de la Revolución Cubana.
Entonces me espanté. No pude más, lo dejé a la mitad.
Luego quise leer la poesía de Mario Benedetti,
se me hizo lírica, pero me recordó
la misma forma de sentir
que tenía Sabines,
entonces abandoné la lectura.
Hice lo que pude con Juan Rulfo,
empecé de nuevo Pedro Páramo,
pero el archiconocido final de la novela
me impedía seguir el grave nudo de la historia.
Entonces empecé a escuchar murmullos
dentro de mi pecho en la medida
en que Rulfo repetía y repetía
el nombre de Comala,
Susana San Juan
y Damiana Cisneros.
Murmullos ensordecedores,
esto ya lo viví, pensé.
Lo tremendo de Pedro Páramo
es que, eventualmente, el lector se desvanece
como los fantasmas que protagonizan la novela de Rulfo.
En fin, ya estuvo bueno de Rulfo por un tiempo.
Luego quise entrarle con ganas a Pessoa,
pero Pessoa es demasiado abstracto,
etéreo, en fin, no hay nada concreto
en el Libro del desasosiego,
es una cadena interminable de metáforas,
pero incluso lo bello, cuando se repite mucho, cansa.
Entonces quise resucitar mi amor por Simone Weil,
pero el amor no se puede forzar en la vida.
Sus pensamientos estaban gastados
en el dialecto misericordioso de mi corazón.
Simone perdió frescura, o la perdí yo, no sé.
No importa, el punto es que abandoné
una cosa tan bella
como La gravedad y la gracia,
lo cual me pareció poco menos que trágico.
Luego quise volver a Neruda,
al Neruda más volcánico,
pero de repente sentí
que estaba releyendo a Whitman:
Neruda es la versión sudamericana
de un canto épico norteamericano,
concluí. Luego cerré el grueso caudal
de su famoso Canto General.
Abrí entonces Libertad bajo palabra,
pero el poemario me pareció tan hermético
como el mismo Hegel. Ya no digamos Kant.
Un hermetismo lírico, no filosófico,
pero hermetismo, al fin y al cabo.
Adiós Octavio, no soy pacifista.
Me propuse terminar entonces
las Crónicas de Bob Dylan,
pero no pude con tanta soberbia.
Dylan es una diva infumable.
No señor, prefiero abrir Spotify
y escuchar su discografía completa.
Finalmente decidí releer
El principito, mi querido Principito,
pero sus dibujos ya no me hacían gracia,
entonces entendí que algo andaba mal en mí.
Entendí que algo se había perdido en mí.
O que yo me había perdido en algo.
Algo sagrado, algo más que mi propia edad.
Por eso también fracasé con el Quijote de Cervantes,
cuyo español antiguo exige un esfuerzo doble para entenderlo.
Y por eso también fracasé con el Ulises de Joyce.
Y con los cuentos completos de Poe.
Y con los sonetos de Sor Juana.
Y con la Comedia de Dante.
Y con el Hamlet de Shakespeare,
cuyo monólogo me sé de memoria también.
Entonces, cuando pensé que todo estaba perdido, todo,
cuando sentí que podía incluso morir
de tanta indiferencia literaria
porque ni siquiera Kafka,
ni siquiera Dostoievski,
ni siquiera Dickinson,
ni siquiera Bukowski,
ni siquiera Lispector,
ni siquiera Faulkner,
ni siquiera Dickens,
ni siquiera Balzac,
ni siquiera Flaubert,
ni siquiera César Vallejo,
ni siquiera el gran Nicanor Parra,
ni siquiera la Sagrada Biblia me llenaba,
cayó en mis manos un librito de J.D. Salinger
y las páginas del Guardián entre el centeno
me hicieron sentir como el eterno adolescente
que siempre quise ser mientras me preguntaba
con la inocencia natural de Holden Caulfield:
¿Adónde van los patos de Central Park
cuando el lago se congela?