Épica de la familia
A Fernando López Rivera, mi abuelo paterno personaje de este poema, quien vivió 101 años y 28 días y murió un día después que leí este poema en homenaje a él en el IV Festival Internacional de Poesía de Granada. A Otilia Pérez, abuela materna que dormita sobre la vejez nonagenaria, allá en Diriamba.
Ahí está sentado el hombre centenario
en el corredor de sus años,
absorto, elevado como viejo mástil
navegante en su propia lucidez,
tratando de asir la infancia lejana
que se le escurre en adolescencia rural,
entreteniéndose con los primeros amores
entre cercos de alambre,
bajo la sombra del árido jicaral de sonsocuite,
sobre la humedad del río Malacatoya,
río que va dando vueltas
apresurado por llegar a la cita
con la Mar Dulce.
Ahí está sentado el hombre centenario
¿Cuál de los amores tempranos
será el que le dibuja
sonrisas en la cara?
¿Será acaso el de la mujer
con quien entró de la mano
a la respetable edad de los tataranietos?
Francisca la más blanca,
era leche, era espuma,
era extraña flor de esa llanura,
quien le dio hijos
entre el llano y la ribera.
Ahí está sentado el hombre centenario
quien vio pasar a la naturaleza vestida
con telas de terremotos y huracanes,
y al hombre abrirse heridas
con filos de guerras y disturbios.
Era aquel que con el pecho desnudo
desafiaba a la muerte
poniéndole el corazón en la mano.
Ahí está sentado el hombre centenario
quien vio sus vástagos multiplicados
en cinco y más generaciones,
habitantes de esta porción de cielo.
Así se le pasaron las edades
hasta llegar al estrado
de los ancianos patriarcales de la familia.
Y se situó junto a su padre, Ponciano,
que tuvo la osadía de despertar
105 años continuos sin dejar de oír
la música de las arenas del lago
frente a la puerta de su casa.
Fue músico, talabartero,
barbero, constructor,
sastre, zapatero y curtidor.
Con el padre de su esposa, Octaviano,
hombre bajo y fuerte,
compartió muchos de los 103
inviernos y veranos que abrió los ojos
sobre esta tierra.
Lo vì fumar y mascar chilcagre con deleite,
distribuir la baraja con maestría,
y regalar piropos con elegancia.
María, la madre, quien
vivió 95 marzos continuos
y la mayoría de ellos
le prendió velas al San José de su devoción,
para que protegiera a la familia,
mientras a tientas para que no la vieran
escondía cada día
un tesoro bajo la almohada.
Ahí está sentado el hombre centenario,
es mi abuelo que dobla la esquina de la vida
absorto, elevado como viejo mástil
navegante en su propia lucidez.
No cumplirá los 912 años de Set,
ni los 777 de Lamec.
Él pertenece a los hijos del diluvio,
los hijos del pacto con Noe,
se le verá recorrer las sendas de
Nacor, Abraham e Ismael.
Y si veo de reojo la longevidad
del linaje patriarcal,
y la soledad de los varones
de esta ascendencia
exclamo: ¡Ay de la Negra Bravo!
Fernando López Gutiérrez
San Alejandro,
Granada, Nicaragua,