COMUNIÓN PERSONAL CON EL PADRE ERNESTO EN LA MORADA CELESTE
Querido Ernesto:
¿Cómo comunicarme contigo, ahora que no estás con nosotros, ahora que te hiciste universal en el más amplio sentido de la palabra y habitas en los celestes confines del firmamento? ¿«Padre», «Ernesto» o «Cardenal»? Cuando converso con alguien en España te nombro «Cardenal», «Ernesto» cuando platico con los amigos comunes de Nicaragua, y «padre» –como a ti te gustaba- cuando conversábamos las horas perdidas en la galería. Así que, mejor, sencillamente «padre».
¿Con quién platicaré ahora, padre, lo que platicaba contigo? Seguro que nunca pensaste que a partir de hoy quedará para mí un aliciente menos que me empuje a viajar a Nicaragua una y otra vez.
Quizá quede entre nosotros mi carta de presentación cuando nos conocimos hacia 1995, con un libro (Va pue… del doctor Moreno del Toro) y mi pretensión de realizar un estudio sobre los talleres de poesía, a destiempo, a contracorriente, cuando la revolución naufragaba desde hacía unos años, y nadie quería oír hablar de los talleres. De hecho, mi reivindicación de su validez tardó tres meses en publicarse y ello solo gracias a tu insistencia semanal.
¿Recuerdas tu desaliento cuando, a mi vuelta de Guatemala en 1996, te referí cómo una patrulla del ejército se dedicaba a requisar la recaudación del viaje en bus Guatemala-Antigua ante el silencio resignado de los pasajeros, la mayoría indígena? Tu mirada perdida en el suelo, pensativo, lo decía todo, como el silencio en que me marché sin despedirme ese día, también embargado por el desánimo.
Pocos sabrán de tu generosidad cuando le regalamos al cincuenta por ciento aquella maquinita de coser a William, que hasta tú habrás olvidado; o del regalo que me hiciste con aquellos días en la comunidad de Mancarrón, a la esquina del milenio y en las puertas del paraíso.
Nadie sabe de tu sonrisa cordial, entre infantil y cómplice, al entregarte aquella botella de Faustino V en tu despacho y tu casi inaudible “gracias”, sencillo, austero, confidencial.
¿Y qué de la sorpresa que te llevaste años después, en España, cuando oíste desde el otro lado de las ondas mi voz, descubriendo en ese instante que yo seguía vivo, cuando algunos amigos en Masaya se estaban planteando sufragar una novena por mí?
¿Quién sabe que hace tres años por estas fechas, al recibir un ejemplar en fotocopia del original de mi libro Caminos de América, comprendiste que disponías de un mes para leerlo antes de mi llegada, y a los tres días llamaste al poeta Falcón para comunicarle que lo habías leído ya y que te había gustado? Y poco después, ya en Managua yo, me preguntaste: “¿Cómo se titula el libro que escribiste?” Y, al responderte: “Caminos de América”, exclamaste de inmediato: “¡Ese libro lo tengo yo!” “Claro, padre -pensé-, el que yo te envié hace dos meses”.
No has podido olvidar que por 1998 me empeñé en tener en casa, en Almería, un recuerdo en forma de garza que nos permitiera disfrutar a diario de tu presencia.
Porque tampoco era consciente yo, en absoluto, cuando te conocí, como le habrá sucedido a otros muchos, del magisterio que ejercerías en el futuro sobre mí, de la influencia permanente, del ejemplo de honestidad, de perseverancia y de firmeza, de autenticidad.
Ahora que eres polvo dorado entre las estrellas, querido Ernesto, que sin estar en ninguna parte vives en todas, que alcanzaste el goce eterno entre los elegidos, ahora solo nos queda sumarnos a la estela que dejas para siempre, y continuar hollando el camino de gloria que trazaste en la Tierra en tu ascensión hacia la celeste Eternidad.
Adiós poeta, adiós amigo. Hasta el encuentro definitivo.
Ginés
Almería, a 1 de septiembre de 2020