LOS POEMAS COSMOLÓGICOS MÁS RECIENTES DE ERNESTO CARDENAL

Ernesto Cardenal, ya próximo a cumplir 94 años el próximo 20 de enero de 2019, sigue siendo pródigo en sus versos, que ya constituyen una producción poética muy extensa. Ernesto ha tenido la enorme bondad de compartir conmigo estos nuevos poemas, tan recientes, para que vean la luz como primicia especial en nuestro Boletín de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, con su permiso expreso de publicación. Más adelante los poemas habrán de formar parte del corpus de la Poesía completa que su editor, Alejandro Sierra de Trotta de Madrid, ultima para publicación en 2019. De otra parte, el próximo enero, justamente con motivo del cumpleaños del poeta, Anamá Editores de Nicaragua, que dirije Salvador Navas, editará el volumen Hijo de las estrellas con ilustraciones del artista Ramiro Lacayo. Estamos pues ante un artista en plena actividad literaria, de lo cual dan fe los nuevos poemas que presentamos aquí. Cardenal, el más grande poeta vivo de Latinoamérica, fue honrado con el Premio Reina Sofía de poesía en 2012.

En estos poemas que el lector tiene hoy en la mano, titulados «Así en la tierra como en el cielo» e «Hijos de las estrellas», el poeta nicaragüense continúa su reflexión cósmica en torno al misterio de ese universo inacabable que denomina pluriverso. Se trata de un motivo temático que ya venía tratando en sus libros anteriores, cósmicos como los de Whitman y a veces tan osados como los de Pound: todos recordaremos el Cántico cósmico, el Telescopio en la noche oscura, los Versos del pluriverso Este mundo y otro.  Cardenal desvía una vez más su mirada de este mundo lleno de decepciones hacia el firmamento estrellado. Y, una vez más, su meditación cosmológica lo lleva a reflexionar sobre los misterios últimos del universo con las herramientas de la astrofísica moderna. Salta a la vista que la proclividad de Cardenal a la ciencia de los astros se ha seguido intensificando en sus versos de madurez: importa insistir en que, con su novedosa escritura poética, en la que baraja al unísono la cuántica de Niels Bohr con la teoría de la evolución, con la astrofísica, con el Tao, con el Génesis, con el Cristo resucitado, el vate nicaragüense renueva de manera audaz el vocabulario de la teología y de la mística. Cardenal es plenamente consciente de lo que implica su aventura religiosa y científica, pues preguntado sobre si era un innovador en poesía, afirma: «Sí, creo que soy el único poeta o al menos el único que yo conozco, que está haciendo poesía sobre la ciencia, poesía científica…» [1]. El poeta, siempre iconoclasta y amigo de romper paradigmas, añade sin ambages: «Paul Davies ha dicho: La ciencia es un camino hacia Dios más seguro que la religión. Yo así lo creo, porque las religiones dividen a los pueblos y la ciencia no»[2].

Pese a que Cardenal ya había estrenado esa voz poética científica tan renovadora en sus libros anteriores, hay muchas novedades literarias en estos nuevos versos a un pluriverso «que se abre en flor» según evoluciona lentamente. El protagonista poemático le exige sentido a un cosmos henchido de secretos impenetrables, pero a la vez intuye que realmente no puede no tener sentido: «por algo explotan las estrellas», concluye esperanzado. Sabemos que el emisor de los versos habla de convicciones íntimas, no de retórica vacía: en un correo electrónico desde Managua me glosó con aliento confesional el sentido que le da a sus recientes poemas: «Este poema [‘Hijos de las estrellas’] ha sido un esfuerzo por darle sentido al universo. Y un sentido a la muerte […] Es mi último escrito y creo que no tendría más que hacer porque sería repetirme» (corrreo del 14 de noviembre de 2018). También Luis Rocha Urtecho se refiere a las reflexiones recónditas del poeta: «Cuando en una ocasión le preguntaron [a Cardenal] si sentía miedo a la muerte, respondió: ‘Sí, Cada vez estoy más cerca, pero al mismo tiempo pienso que la muerte no es definitiva, creo en la resurrección'»[3].

El poeta también insiste en un motivo temático que vertebra a los dos poemas que incluímos aquí, pues sabe bien que somos un «cosmos consciente de sí mismo», un planeta que se piensa con milagrosa autorreflexión: «Átomos inconscientes se juntaron / y fueron conscientes (nosotros)…»; «polvo de estrellas  / que puede en la noche / mirar las estrellas». De otra parte, el poeta nos conmina al vértigo colocando la figura de Jesús e incluso la evolución de las especies en un novedoso contexto sideral. Ya sabemos que en sus libros anteriores había hecho una valiente síntesis de las teorías evolutivas de Darwin y del evolucionismo espiritual de Teilhard de Chardin, y aquí reitera la misma idea de que todo evoluciona hacia el Amor. Pero vierte su pensamiento teórico en odres poéticos nuevos, como cuando concibe al ser humano como el «único animal vestido» que empezó «mamando mamas» y a la larga se convirtió en astrofísico: no fue sino «hasta hace poco supimos de galaxias». Pero Darwin, el teórico de la evolución, siempre dice presente: «Quedándonos en los árboles / no hubiera habido escritura / la liberación de la mano fue escritura / mano antes humilde aleta / de especie de pescado ya extinguida». El ser humano celebra «la dicha de estar sin dinosaurios», cuando éstos se tornaron en pájaros: «bracitos de dinosaurios / fueron las alas actuales». Quedamos sin competencia sobre la faz de la tierra y fue entonces que pudimos dominarla: «de la sabana africana a manejar el avión».

Incluso vemos a una nueva luz la noche oscura final de santa Teresita de Lisieux en el poderosísimo remate final del poema «Así en la tierra como en el cielo». No hay nada en este plano de conciencia de sombras que carezca de sentido y que no pueda culminar en luz:

Santa Teresita de Lisieux

murió con una tentación de ateísmo

venció la tentación diciendo:

aunque no existas yo te amo.

 

(Me permito añadir un dato conmovedor: santa Teresita admitió antes de morir que esta noche oscura o etapa de sequedad insufrible, descreimiento y sentido de abandono le fue muy útil, pues logró hermanarse con quienes son incapaces de creer en la Trascendencia.)

El poeta también reescribe y se apropia del pensamiento de Unamuno, de Víctor Hugo, de Martí, de Newton, de Sor Juliana, aunando estas voces tan dispares con la astrofísica y la entropía, pues todas, cada una a su manera, buscan el Uno. Ya lo había hecho en su Cántico cósmico, donde hizo un compendio de sabiduría que oscilaba entre lo científico y lo histórico, lo artístico y lo amoroso, lo macrocósmico y lo microcósmico. Cardenal cantaba por igual a los espacios interestelares, a los átomos infinitesimales, a las galaxias nacidas del Big Bang y a los tigritos tiernos en las fauces protectoras de sus madres, a las campesinas del Cuá, al triunfo sandinista de otrora y a los cuadros de Klee. En sus nuevos poemas no ha dudado en forjar viñetas insólitas que se nos antojan barrocas por su inesperado aliento aglutinador. Es justamente gracias a su extrema riqueza de motivos literarios, filosóficos, históricos y espirituales que el poeta logra persuadirnos de la complejidad infinita del universo, que culmina en la Unicidad protectora de la Trascendencia. Todo, por diverso que sea, se hermana en el regazo de Dios.

Para sorpresa del lector, y con su osadía habitual, Cardenal también renueva el pensamiento teológico, concibiéndolo de manera cosmológica, cuando afirma que Dios, «solitario en la Eternidad», se «aburriría» sin nosotros. Por más, cuando alude con gesto declaradamente esperanzado al «romance de Dios con nosotros» está apostando una vez más al sentido necesario y último de un pluriverso creado por el Amor, aquel que para Dante «movía el sol y las demás estrellas». Dios, por ello mismo, no es «extravagante» porque el universo que ha hecho por fuerza ha de tener sentido. El célebre humor de Cardenal, siempre de ruptura, como oportunamente ha destacado Sylma García González[4], continúa punteando de manera deliciosa la solemnidad de estos nuevos poemas de aliento cósmico. «Ya con esta me despido», apunta el poeta hacia el final de «Hijos de las estrellas», remedando a los antiguos juglares y aun al cancionero popular latinoamericano, consciente que se trata de poemas largos de gran aliento que hay que desinflar oportunamente. Con esa misma tónica libérrima de humor desacralizante, el poeta reflexiona a favor de Jesús la siguiente ocurrencia en torno al Dios Padre, que lo envió a redimir el caos del cosmos: «[es un] mundo peligroso / para enviar un hijo»…».

Cardenal, fiel a sus vertiginosas aglutinaciones temáticas, yuxtapone lo impensable, dotando sus poemas de gran dinamismo: la posibilidad siempre viva de los extraterrestres; la justicia social, sin la cual el universo no tendría sentido, entendida ahora en términos cósmicos antes que históricos; las teorías de Darwin puestas en verso («nuestros genes casi los del mono», pues los animales son nuestros «primos»); la palomita de San Nicolás cuidando sus huevitos, hermana nuestra desde el vientre inusitadamente materno del «Big Bang» («fuimos uno solo en el Big Bang / y añoramos esa unidad»). Accedemos también a la sorpresa de la luz como comida, pues sin el sol radiante no había plantas, e incluso la Eucaristía hubiese sido imposible.

Una vez mas, el amor humano dice presente en las páginas de Cardenal. Como era de esperar dada la tónica de los poemas, vuelve a ponderar el erotismo dentro de coordenadas cosmológicas: «un universo en el que el sexo / es el grito de que estamos incompletos». El poeta tampoco duda en considerar que la evolución depende de la mismísima belleza de las mujeres: «la mujer es bonita para que fuera fértil». Evoca una vez más los besos que no dio y que habrá de recuperar en otro universo paralelo, o en el seno de Dios. «La tristeza de lo que no vuelve / Aquellas que yo quise…»; Los besos que no disteis / el nuevo tiempo reversible / será danza y música».

Las nuevas reflexiones del poeta sobre la muerte son a su vez inesperadas y originalísimas: «Millones de estrellas conscientes / sus sacrificios brillan toda la noche / enseñándonos a morir». Extraordinaria y novedosa visión del parpadeo de las estrellas, sin duda. Cada vez que las miremos de noche habremos de recordar que su brillo falaz constituye su agonía, y que son nuestras maestras en el proceso fraterno de la muerte. De otra parte, la lógica con la que dirime Cardenal la imposibilidad de una muerte sin sentido resulta de una ternura inusitada: «Hay tantos muertos que he querido / que no me resigno a un final total». El futuro de la materia (aquella cuyo misterio no resolvió Einstein porque cuando le preguntaban por su origen señalaba con el índice al cielo) también se ve a la luz de una redención final: «La materia también tiene un futuro: / una intimidad con Dios».

La conclusión de ambos poemas destila siempre esperanza: santa Teresita, como dejé dicho, amando a su Dios, aunque no existiera; y el emisor de los versos, sabiendo que puede morir tranquilo porque si Dios lo ha amado lo seguirá amando después de la muerte: «Y voy a la muerte sin temor / porque si me amas me amarás siempre». Este verso que parecería constituir una plegaria nace de la gracia mística que Cardenal canta en varios de sus libros, en los que confiesa al lector que ha vivido fruitivamente el Amor infinito con certeza total. «Yo tuve una cosa con Él, y no es un concepto», declara sin ambages de lo que le aconteciera un 2 de junio de 1956. Es que el poeta sabe bien, por experiencia fruitiva, lo que es el «tasted knowledge» o conocimento degustado de la Trascendencia–aquello que san Juan de la Cruz denominó como ciencia sabrosa.

Hacia el final de «Hijos de las estrellas», Cardenal plantea la idea que la creación de la belleza es uno de nuestros mandatos en este universo misterioso. «También el Arte parte del Reino / []… /nuestro deber de embellecer el mundo…». Cardenal lo ha logrado con creces, a pesar de las tristezas presentes de su patria, a pesar del desamor de este planeta que parecería no saber vivir sin guerras y holocaustos.

No cabe sino agradecer al poeta que haya compartido con nosotros estos versos vivos, inquietantes, literariamente –y aun teológicamente– revolucionarios. Como recordaremos, Cardenal había titulado su autobiografía con el título agridulce de Vida perdida, remedando a Lucas 9, 24: «El que pierda su vida por mí, la salvará». Pero la ha «ganado» no solamente por haberla rendido al prójimo y por lo extremo de sus renuncias («que aun chorrean sangre»), sino por su escritura, siempre en constante evolución artística, que ahora incluye estos nuevos poemas cosmológicos de estremecedora belleza. Vida ganada pues para la literatura, y también para todos nosotros, porque su legado literario es hoy patrimonio palpitante de la poesía en lengua española.

Luce López-Baralt

Universidad de Puerto Rico

 

 

 

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