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Carta del Dr. Joseba Buj a Ernesto Cardenal

América…, te hablo de Ernesto. Pero… ¿qué puedo decirte yo de Ernesto? Yo que nací en aquel lejano Bilbao de mis recuerdos, con lluvia, con hollín de fábrica, con chimeneas como tules grises paulatinamente abandonadas al olvido. Aquella villa despiadada que sustituía los muelles de la huelga obrera y la vindicación nacional por los corredores turísticos, los conciliábulos financieros y la aberración del Guggenheim. Puedo decirte que, en mí, por entre aquella hecatombe de viejos y valientes ideales, por entre aquella sucesión de traiciones y de desmemorias instrumentalizadas, resistía la fábula del cura bueno que, abandonando este mundo de canonjías, había resuelto acudir a tu llamado, América, para luchar y morir por aquellos que sufrían en lo que era y es, mucho tiempo demoré en comprenderlo, el ineludible reverso de aquél…, mi mundo lustro con lustro más privilegiado y domesticado. Cuarenta y ocho años después, en idéntica fecha, a unas calles de distancia, yo nací en el mismo lugar en el que Ignacio Ellacuría vio la luz por vez primera. Y cuando fui yo el que llegó a tus costas, América, puedo decirte que fue Ernesto quien colmó con creces la inercia insurgente que acompañaba a dicho estereotipo heroico. La épica culta, progenie de aristócratas asesinos, genocidas y saqueadores, se desplazaba en los enunciados poéticos de Ernesto hacia tus democráticos centros de raíz amarga, hacia tu profunda raíz. La épica de Ernesto era la épica de los vencidos, que soñaban una victoria otra, una victoria preñada de justicia y no de dominación. La ardua cadencia de la metáfora vanguardista, desgastada en los altos salones de la pedantería, viajaba en los versos y esculturas de Ernesto hacia las formas de un decir primitivo que, familiar, no desatendía la complejidad del arquetipo originario. El evangelio sandinista de Ernesto conjuraba al Dios, cercano, compañero, de los de abajo: el Dios que se subleva contra la tiranía. Yo sí creo en la lucha de Ernesto, sí creo en su verso, sí creo en su Dios. América… ¿qué puedo yo contarte de Ernesto? Si Ernesto es el poeta, el que me hizo saber de ti. Por eso, América, Nuestra América, Madre América: ruega tú por Ernesto, ruega por nosotros que seguiremos el ejemplo de Ernesto. Ruega por la épica de Ernesto. Ruega por el hondo imaginario de sus palabras y esculturas. Ruega por el evangelio de Sandino. El que predicó Ernesto. El que nunca podremos olvidar.

Joseba Buj (Bilbao, 1978), doctor en Letras Modernas por la IBERO de CDMX.

Carta de Ana Vila a Ernesto Cardenal

Norteaste mi vida sin saberlo

En el mes de los mangos en flor; en la segunda luna del 2019; en el décimo mes de la entrega de nuestra gente por la Liberación de Nicaragua me piden que cuente de Ernesto, que diga lo que él significó y significa para mí.

Me zambullo en mi corazón, buceo en mi interior y con la fuerza que “agroman” las yerbas, crecen las planta y re-verdean los árboles después de las primeras lluvias de mayo…

Ernesto… tantas veces te he querido contar, tantas veces he soñado con hablarte… pero soy tímida… y llegar a vos… que lo fui dejando.

Hoy me dan papel y lapicero para decirte, decirte todo lo que tengo en mi corazón, todo lo que ansiaba decirte y que tantas veces se me quedaba dentro.

Ernesto, te leímos en un tren, de noche. En un tren que corría desde Madrid a Galicia. Era el pasaje de la “multiplicación de los panes y los peces”… ¡Yo no creía!… Ah!… VOSOTRS ME LO EXPLICASTEIS: SOLIDARIDAD, COMPARTIR… ¡Ahora sí que puedo creer! Así, sí entiendo lo que decía Jesús.

¡Y con vos y tu comunidad de Solentiname, entendí y entiendo el mensaje del “Moreno”!, ¡de ese Amigo común que tenemos, buscamos y  ya encontramos dentro, muy dentro! Y con Vos y gracias a Vos, al Espíritu que palpita en vos, no se me apago “la mecha humeante”.

Y luego, a seguir buscando donde fuera ese mensaje que nos enviabais desde Solentiname. Esa reflexión que cada día tejíais juntos. Y me quise ir, no sabía cuándo pero ¡yo me voy a Nicaragua! Me voy con ls que me alentaron y no dejaron apagar la mecha que humeaba.

Vos, como auténtico sembrador, nos trasmitías ese tesoro escondido que “mergullabaís” en vuestro corazón y lo lanzabas a tods ls hermans, al mundo entero, a todo el planeta… Me llegó y me salvó. Se me perdía la fe, no me valía nada de lo que oía, Ernesto, nada de lo que me decían o compartían.

¡A la luz de una candela, en la montaña de Lugo, mi tierra gallega, leí con inmenso gozo, admiración y envidia, vuestra vida en Solentiname! Esa experiencia humana en la que disteis entrada a todo vapor al Espíritu, al de Jesús, y que anidó en vuestro corazón, en toda el alma, en toda la mente y en todas vuestras fuerzas y… ¡SELLASTE MI FE, ERNESTO!

Hoy, sí me escuchas y mi mirada puede encontrarse con la tuya, con calma. Algo tan deseado, tan esperado y que pensé nunca llegaría.

Cuéntame, Ernesto, tu secreto.

¿En qué palpita sin sosiego tu corazón?

Y esa magia que trasmites, que tocó mi vida –y la de tants- e hizo cambiar el rumbo, que intuía, pero agonizaba en mi corazón.

¡Qué lucha! ¡Qué VIDA la tuya!

Me enamoró tu valentía.

¡Tu visión profunda, profética del entorno de la vida de nuestro pueblo, la de los seres humans, la del Cosmos!

¿Qué me tocó de vos, Ernesto?… ¡Tu amor al Amigo, al Compañero de tods, al AMOR!

Tu compromiso con la Vida, con ls humans, con la justicia, de la que estabas enamorado y presidía cada amanecer y atardecer de tu Vida. Tu capacidad de amar salpicó mi vida al ver tu profundidad de pensamiento descubriendo al opresor, denunciando sin miedo y dándonos primicias a tods sobre la dictadura.

Hombre de carne y hueso. De Espíritu y misterio. Hombre de viento y lluvia. Hombre de luz y sombra. ¡Hombre de humanidad plena! ¡En tu nacer, vivir y morir, eclosiona la VIDA; resucita la VIDA; eclosiona el UNIVERSO!

¡Gracias, Ernesto. Te quiero un montononón!

Carta del poeta William Grigsby Vergara a Ernesto Cardenal

Managua, 11 de abril de 2020

Querido padre y amigo:

La primera vez que tuve contacto con su obra fue a los 15 años, cuando encontré una vieja edición de Oración por Marilyn Monroe en la mesa de noche del cuarto de mi abuelita Myriam, una de sus grandes lectoras, por cierto, cuyo nombre coincide con el de uno de sus amores de juventud.

Ese libro tocó mis primeras fibras literarias, pero por alguna razón fue hasta después, cuando yo tenía 18 años y recién salía del Colegio Centroamérica, que me sentí profundamente iluminado por su vasta obra universal. Iba yo caminando hacia la UCA una mañana soleada cuando me detuvo el rótulo de las oficinas del Centro Nicaragüense de Escritores (CNE), y decidí entrar, observar la colección nacional y comprar un librito suyo, editado por Anamá. Ese librito cambió mi vida, me refiero a sus Salmos. Me gustó mucho el gesto antisolemne de publicarlos en una edición de bolsillo, tan barata y accesible como aquella.

En la portada usted aparecía celebrando misa en Solentiname con la barba tupida, el pelo blanco, las gafas gruesas y las manos frente al cáliz y las hostias sagradas que estaban sobre la mesa sacramental. Recuerdo bien aquella foto, totalmente coherente con el contenido de los versos del libro. Me sorprendió su lenguaje claro y directo, lo encontré humano, auténtico y lúcido; sentí como si yo pudiera escribir como usted y luego empecé a imitarlo. Así empezó mi vocación literaria, repito, queriendo yo escribir como usted, desde luego nunca pude.

Desde entonces empecé a visitarlo. Usted me recibía, muy interesado en lo que yo escribía. Le llevé un fajo de poemas malos, como todos los malos poemas que uno escribe cuando es adolescente. Usted corrigió lo que pudo con mucho detalle. Le debo haber inspirado alguna nobleza. Si no, creo que me los hubiese devuelto, rechazándolos. Pero no, me dijo que “miraba futuro” en algunos de mis versos. Desde entonces me sentí profundamente agradecido con usted.

Ese mismo año 2003 nos encontramos en Cuba, cuando le dedicaron la Semana del Autor en La Habana. Yo estaba en la isla por motivos de salud y fui a su recital, pero casi no pudimos hablar porque al terminar lo rodeaba la prensa y una multitud de jóvenes le solicitaba fotos y autógrafos. Volvimos a coincidir cuando participé en el Concurso Internacional de Poesía Joven Ernesto Cardenal 2005. La premiación fue en el paraninfo de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, la UNAN-León, donde nos encontramos con Claribel Alegría, miembro del jurado y gran amiga suya.

En años más recientes tuve la oportunidad de prologar una presentación de sus esculturas en Managua, y posteriormente hice mi tesis de maestría sobre su obra escultórica en íntima relación con su obra poética. A raíz de eso nos entrevistamos un par de veces y siempre fue para mí algo muy especial sentir su apoyo en todo lo que yo realizaba. En México, donde realicé mi posgrado, tuve la oportunidad de conocer muchas personas que se sentían deudoras de su legado, personas de todas las edades y de diferentes nacionalidades que le daban seguimiento a todo lo que usted hacía desde Nicaragua.

La última vez que nos vimos fue en julio del año pasado, en su casa. Ese día usted estaba muy bien de salud, fuerte y recuperado de su última crisis respiratoria. Me dijo que creía en la resurrección, por eso seguía escribiendo. Aquel encuentro no duró más de 15 minutos, pero fue suficiente para enterarme de su vitalidad, de su cariño y de su notable lucidez. Usted permanecía escribiendo y leyendo libros científicos desde un cómodo sillón café, en una pequeña habitación donde también recibía visitas esporádicas. Afuera lo cuidaban sus garzas blancas esculpidas en madera, sus cristos minimalistas y sus plantas policromadas.

Estas breves líneas, querido padre y amigo, suponen un pequeño gesto de agradecimiento para usted ya que su poesía supuso un gran hallazgo en mi vida. Usted, sin saberlo, fue responsable de que yo me dedicase a la literatura con la misma pasión con la que descubrí sus Salmos en aquella oficinita retirada del mundo, donde también se dedicaba a su incansable labor literaria, tan infinita como el cosmos que inspiró sus cántigas consagradas a Dios.

William Grigsby Vergara.

Carta de la poeta Zingonia Zingone a Ernesto Cardenal

Roma, 14 de febrero de 2019

Mi querido padre Ernesto:

Son tantas las cosas que quisiera decirle que no sé por dónde comenzar. Quizás por la garza blanca que desde Solentiname voló a Roma para alojarse en la sala de mi casa y recordarme cada mañana que el verdadero vuelo se cumple en la sencillez. O por los tantos libros de su autoría que he acumulado a través de los años, y ahora llenan de trascendencia los estantes de mi librería. Lo que no puedo dejar de contarle es que cuando llegué por primera vez a Nicaragua, lo cual fue para trabajar en una finca de arroz, era la primavera y gracias a sus versos, cerca de San Francisco Libre sentí ese olor a tierra recién llovida, a raíces desenterradas, y oí de cerca el mugido del ganado, y vi los ojos grandes y sonrientes de los niños descalzos; así noté que estaba rodeada por la vida y que yo no era más que una vida dentro del inmenso conjunto de vidas: la más desafinada cigarra del coro. O sea, fue la verdad, tan llanamente expresada en su poesía, que me abrió a la dimensión real de la existencia. De esta manera, amado poeta, podría seguir confesándole muchas anécdotas de mi vida que están íntimamente ligadas a la luz que desprende su obra. O, mejor dicho, a aquella luz que desde un lejano sábado 2 de junio, cuando usted decidió “que ya había luchado mucho infructuosamente” y se entregó a Dios, atraviesa a su persona para tocar y transformar los corazones.

Es por usted que llegó a mí la más entrañable de mis amigas: la traductora de su Cántico Cósmico en italiano, su querida amiga Celina Moncada. Desde que la conocí, su misión  fue la de hablarme a diario de la belleza, la inocencia y la pureza del poeta Cardenal. Me regaló Vida en el Amor para explicarme, que más allá de su fama literaria y de su compromiso político y social, la verdadera búsqueda del Poeta siempre fue la de “ser uno con Dios”, y por lo tanto, con todo y todos. «El Amor», me decía «es el eje de su obra y de su vida entera». Celina supo, en cinco años de intensa amistad, colocarlo a usted en las profundidades de mi vida interior, y desde allí, como una materia invisible ese amor se ha ido “desbordando” hacia fuera, canalizando mis pensamientos y mis acciones hacia el Uno. Cuando nuestra amiga regresó al espacio fuera del tiempo, dejando atrás una estela de amor, percibí claramente el mensaje de su obra: todo es parte de un gran engranaje evolutivo que va rodando hacia Dios, y en éste, el Amor, inalterado en su esencia, persiste.

Me emociona, querido poeta y padre mío, sentir que todo está ligado con todo, y que todo tiene una razón de ser. De esta manera, las coincidencias dejan de ser coincidencias y la soledad se esfuma. Esta verdad tan sencilla es a la vez muy difícil de divisar, y a usted le debo, a su visión cósmica, el hecho e poder ver el mundo en un grano de arena y la arena que se hace uno con el mar. En la reunión de todos los elementos, la distancia física desaparece y yo me siento espiritualmente muy cerca de usted. Es una forma de cercanía que no caduca con el paso del tiempo.

Por todo esto y más (no lo quiero aburrir con demasiadas palabras), me es inevitable amarlo a usted de forma incondicional, filial y devota. Me arrodillo frente a usted y le pido que me bendiga para poder seguir ahondando en su obra y así llevar la esencia de la misma a todos los confines de la tierra (que estén a mi alcance). Me regocijo en el Señor que quiso ponerse nuevamente en sus manos en la forma del pan y el vino, sublimando con la fidelidad de su amor la cruz que usted llevó por treinta y cinco años, y colocando su poesía definitivamente por encima de todos los esquemas.

Como todo padre, mi querido padre cósmico, usted es imprescindible. Gracias por cruzar desde siempre todas las galaxias y saberlo resumir todo en el vuelo inmóvil de una garza.

Mi abrazo, mi afecto, mi agradecimiento. Suya,

Zingonia.