La ciudad muerta y la nueva ciudad
La madrugada del 23 de diciembre de 1972, aquella Managua es drásticamente reconfigurada por un terremoto de magnitud siete en escala de Richter. El centro de la ciudad sufre serias afectaciones y se declara estado de sitio. El general Anastasio Somoza Debayle (presidente/dictador de la nación en aquella época) disuelve los aparatos del Estado, crea una junta de reconstrucción y se nombra director. Hay miles de muertos bajo los escombros de la ciudad, desesperación, hambre, y el dictador aprovecha la situación para desviar fondos de la ayuda internacional. El centro de la ciudad es cercado por orden del General. Muchos pobladores emigran hacia otras ciudades cercanas y Managua queda herida para siempre. En los discursos de memorias, el terremoto resulta un punto fundamental porque se convierte en el momento donde se transforman tanto la red física como la red simbólica de la ciudad. En todos los archivos de memorias de Managua, el recuerdo del terremoto emerge como un factor que rompe con el imaginario de ciudad construido hasta esa época y, sin embargo, produce otra idea de ciudad. En este caso, tomo la novela Ritcher 7 de Pedro Joaquín Chamorro para rastrear esa reconfiguración urbana y, además, el nuevo imaginario que ella construye sobre la ciudad. En dicho texto el autor teje varias historias que son hiladas por el relato de una pareja que devienen alter egos del propio Chamorro y de Rosario Murillo, que durante algunos años fue su secretaria en el diario La Prensa. Ambos transitan por la ciudad en un viaje en moto y así van andando sobre la geografía y los discursos. En el primer capítulo el narrador omnisciente dice:
Una inmensa nube de polvo se levantó sobre la última noche de la ciudad. Gentes y animales corrieron en todas direcciones, llamándose los unos a los otros y buscándose confundidos, perdido totalmente el sentido de la orientación y vacíos los ojos por el espanto que alejaba las lágrimas y no daba tiempo a la realización del dolor. Miles de personas salieron a las calles como atendiendo a una audiencia del dolor. Se alinearon cienes de objetos en medio de tejas, pilares y maderas caídos sobre las aceras. Se notaron perfiles diferentes en las casas, cuya fisonomía alterada iba dando a toda la ciudad una conformación variante, parecida a los paisajes reflejados en las aguas agitadas. Después siguieron más sacudidas y retumbos. Se levantaron nuevas nubes de polvo, en tanto que todos seguían perdidos y aplastados por una especie de sosiego incomprensible. Fueron apareciendo los muertos y con ellos, el dolor desgarrador, el llanto reprimido, el calor de los abrazos regados con lágrimas verdaderas, los fuegos de todo color y los estallidos esporádicos del combustible, proporcionando una dimensión más terrible al escenario del gran sismo (1976, p. 10).
Lo primero que aflora en este fragmento de la novela es la última noche de la ciudad como metáfora de la muerte de Managua. La primera línea nos da cuenta de la muerte física de la ciudad y vaticina su reconfiguración simbólica, además, esta línea abre paso a la descripción del caos vivido aquella noche. La ciudad se encuentra frente a una situación límite que produce un tejido de sentimientos que emanan de los sujetos que contemplan y vivencian su muerte. No solo en la ficción de Chamorro aparece esta idea. Roberto Sánchez dice en el libro citado: “cuando la tremenda sacudida apenas pasada la media noche del 23 de diciembre de 1972, también se sacudió mi identidad, el vínculo íntimo de tantos años con Managua. Fue como verme en un espejo y no reconocerme” (2008, p. 26). Esta muerte física y la reconfiguración simbólica de la ciudad es la que detona y propicia la sobreproducción de memorias urbanas. El sujeto que recuerda construye una visión nostálgica de la ciudad porque también se ha destruido el vínculo afectivo con la materialidad urbana. A partir de entonces se crea el imaginario de las dos ciudades. Chamorro narra:
…la moto volvió a correr por calles antiguas ahora abandonadas. Pasó frente a la Catedral en cuyos relojes aún estaba clavada la hora del gran sismo; rozó la acera del hotel de la gran batalla, aquel donde las tanquetas gubernamentales estrenaron sus pequeños cañones contra la multitud. Anduvo por la zona de los viejos mercados, en otra época llenos de miles y miles de gentes y ahora convertidos en un enorme patio; rodó sobre el recuerdo de los lugares de bailar, de besarse y amarse, y de los grandes establecimientos donde se compraban regalos. Después bajaron otra vez cerca del lago, por los barrios cuyos habitantes persistían en quedarse allí, debajo de aleros medio caídos, dentro de tapias hechas de escombros, o en mínimas casas de madera machimbrada. Ya cuando oscurecía salieron de la ciudad sin vida, para ir a la otra, a la de grandes pistas adoquinadas llamadas “Baipases”, a la de centros comerciales idénticos a los de Gainville, Florida, o a los de Hialeah, nuestra ciudad hermana sin que sepamos por qué, ni se haya explicado dónde queda exactamente. Allí se integraron al vértigo de la velocidad y entraron en las encuestas donde se apuntan los pocos motociclistas que diariamente salvan la vida en esa madeja de carreteras y edificios de hierro, chatos, fuertes, asísmicos y con nombres en inglés. Corrieron entre luces, frenazos, estridencias, rayas amarillas y semáforos, viendo grupos de muchachos y muchachas en los cruces vendiendo los periódicos de la tarde y esperando irse del trabajo a sus casas o volver desde la universidad “al raid”. La vieja ciudad quedó atrás. (1976, p. 24).