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Al gran maestro franz galich

A 14 años de su partida

«Hay un humanismo tremendo en la obra de Franz Galich, y lo diferencia de otros escritores que han tomado el caos de las grandes capitales como un cliché muy barato para escribir bastante light, esta (la de Galich) no es literatura light”. Tomado de la Revista niú

Naciniento: 8 de enero de 1951, Guatemala  Fallecimiento 3 de febrero de 2007,  Managua

BEN-HUR BAJO LOS ARCOS TRIUNFALES

El circo lleno a reventar. Las barrigas prominentes engalanan las graderías bajo los arcos triunfales. Abajo, barrigas vacías, casi pegadas a la espalda. Caballos famélicos tascan ar-gentinos frenos de fantasiosas golosinas, inexistentes e ilícitas. Los nervios de dúctil plomo transmiten el atávico miedo. Entre la multitud de aurigas de carretones desvencijados retocados con pinturas de casas comerciales, engalanados con chillantes colores, números romanos, trajes de telas baratas y cascos de hojalata, pintados con spray, surgen, alevosas, las medias valerosas de leve cususa. Ávidas y temblorosas manos callosas las estrangulan, succionándole el transparente líquido etílico plasmático. El escaso y estomacal gallopinto se resiente en el fondo del titilante hígado.

La multitud ruge, quiere acción. El instinto clama, el deseo no espera. El espec-táculo está retrasado: Nerón no ha llegado. Las descomunales trompas magnetofónicas han anunciado su arribo en acerado escarabajo.

Abajo, los sueños de la desgracia personificada en esqueletos forrados de piel. De pronto: ¡ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines. El helicóptero descenderá sobre la grama. Esta sufre porque los elefantes están borrachos de diversión (¡“No se pierdan este espectáculo”!) La plebe delira y el mundo gira y gira. Los pobres caballos esperan. Piadosas manos han puesto al alcance de sus hocicos heno tierno, de humilde pajar, mientras su indómito estómago aguarda el estilete de un guarón para enervar los músculos y así, tal vez, ganar. Por los altoparlantes la espada se anuncia y los orejas que guardan las espaldas se deslumbran con el vivo reflejo, porque saben que ya viene oro y hierro, el cortejo de los mastines. ¡De pronto, la multitud no entiende, está confundida, la perplejidad inunda sus corazones! Nosotros tampoco sabemos, desde esta su cabina de la WXYZ, que transmite desde el coloso de concreto en el corazón de la ciudad, con más postes sin luminarias que árboles, ¡el mágico, magno, magnífico, magnánimo, magnate, evento cultural del año: la edición número 2000 de la carrera de Ben-Hur, con Mesalas y Mesalina, proyectada, ya no en cinemascope sino en directo y a todo color, con actores de verdad!

¡Atención, atención, el helicóptero viene, se aproxima, llega, llega! ¡Flota sobre el estadio, como Abbadón con su flamígera espada que anuncia la gloria solemne de los estandartes!

Como por arte de magia, portentoso milagro, las luces del estadio se encienden, pero no echan luz blanca ni brillante: ¡lanzan luz negra! ¡El cielo se oscurece en pleno día! ¡¡Eclipse!! ¡¡Eclipse!! ¡¡Castigo divino!! Los reflectores del helicóptero se encienden. La banda rockera literalmente destaza “La Pared” del Pinche Floy. Desciende, desciende, y sigue descendiendo sobre las cabezas de doce mil apóstoles y se posa sobre la grama de sus corazones… Y ahora, con ustedes, el único, el magnífico, el grande, enorme: de apenas seiscientas sesenta y seis libras, seis medias libras, seis onzas, seis adarmes, con seis veces seis y una cuarta más, pero en completo ayuno. Los caballos tiemblan, los palafreneros también. En los carretones los cristianos hambrientos aguardan. En los fosos, los leones miedosos rezan. Neroncito baja de los cielos en su helicóptero privado. Todo está listo.

Se hace el llamado a los competidores: cincuenta, porque sin cuenta han sido los aspirantes. Todas las barriadas barridas por el desempleo abundante o el ocasional semiempleo. ¡Qué gran oportunidad la que nos proporcionan los paladines. Ya pasa, debajo de los arcos ornados de blancas Minervas y Martes donde la fama erige los premios (tal vez la moto, o si no, aunque sea un pase para ir a hospedarse a un hotel de medio pelo, con puta pagada, o un quintal de fríjol, uno de maíz, uno de arroz, uno de azúcar y un bidón de aceite. ¿Y para el caballo? ¡Bien gracias!) (“¡Caballo de las sabanas…!”).

El guarón circula por todas las graderías de sol del circo semiromano, porque tiene luz eléctrica y le faltan jaulas con leones para que se coman a los cristianos disfrazados de Ben–Hur, con todo y caballo, carretones, arneses, bridas y herraduras, para que desaparezcan de la faz del territorio. También circula por las venas de los panzones, necesidades de yoni guoquer, etiqueta negra, Vat 69 (¡qué rico!), chivas regal con los chivos y por supuesto, la gloria solemne de los estandartes. Se escucha el ruido que forman los carretones. Todo en el circo está tenso. Los gladiadores están nerviosos. Los caballos, remedo de sus antepasados andaluces, idem. Pero el que se la juega, se la juega, aunque sea de un lado para otro, como reza el dicho chino, los frenos que mascan los fuertes caballos de guerra, los cascos que hieren la tierra.

Un marica, hace señas para que los carretones se acerquen a la línea de salida.

Los claros clarines de pronto levantan sus sones, su canto sonoro, su cálido coro. En una tarima, hermosa hembra inicia sicalíptica danza. Sube y baja sobre un cetro de oro, reconocido entre la extraña multitud. La chusma delira, se babea y se chorrea. Los machos se excitan, se yerguen desde sus flácidas carnes. Él dice, la lucha, y todos van a luchar, la herida venganza por la derrota del año anterior, las ásperas crines, la pica, la lanza. La tierra que espera sedienta la sangre. Los negros paladines desde sus helicópteros y helipuertos malversados, camionetonas, mansiones robadas y palacios a medio construir, a costa de huracanes de miseria, azuzan la muerte y rigen la guerra. ……..

Fragmento del cuento

Ben-hur bajo los arcos triunfales

Tomado del libro Perrozompopo

Publicación póstuma

LIBROS PUERTA A PUERTA

Comentario del Monstruo de mi madre: Pasión Lectora

Todos seleccionamos aquellas piezas de la memoria que nos permiten explicar nuestra propia versión de quién somos me dice Alberto Sánchez Argüello en el Monstruo de mi madre.
Y nos gusta, le digo yo, escoger aquellas que concideramos perfectas y que nos ubican frente al mundo de la mejor manera.
Nuestro relato no puede tener imperfecciones, pero ahí mismo está el error porque todos tenemos gritos y silencios de monstruos nocturnos que brotan con insistencia de la oscura memoria de niños olvidados que nos habitan.
Querramos o no, tenemos una familia no perfecta que puede ser motivo de orgullo o no, tanto y tantos familiares que marcarán nuestras vidas y tantas madres reales y no sacrosantas.
Y seremos esos genes y esas relaciones con esas madres, sobre todo.
El monstruo de mi madre, con una narrativa limpia, segura, cálidamente acompañante, que no deja momento de respiro, me llevó por ese camino doloroso de aceptación que la vida no es un cuento de Disney y me enfrentó con ese increíble paralelismo de vida que como Argüello vivo y entiendo al decir que hay «una locura que corre por nuestras venas»
Me encantó su trabajo y cómo nos lleva por ese camino propio de descubrimiento, que alguna manera lo es de todos.
Estas palabras están cargadas del sentimiento de admiración y aprecio al camino literario de Alberto, así que los invito a leerlo y a que hagan su propio crítica.

María Argüello
San José Costa Rica 17 de diciembre 2020.

poema de Carlos Fonseca Grigsby

El rinoceronte es un animal imaginario

como el mamut, el tigre de Tasmania y el dodo.

Al ver uno Marco Polo pensó que miraba

un unicornio: era después de todo

un animal cuadrúpedo de un solo cuerno.

Alberto Durero hizo un grabado de un rinoceronte

que nunca vio, y en lugar de piel gris y gruesa

le puso armadura de caballería pesada

o de ariete. Un buque blindado solitario en la llanura:

el rinoceronte imaginario de Durero

que además tiene rostro triste

como si supiera que los rinocerontes blancos

también se convertirían en animales imaginarios

una vez que se extinguiera

el último macho de la especie.


De manera que ya pueden quedarse ustedes

con sus hipogrifos, sus dragones y sus chupacabras

yo me quedo junto al rinoceronte de ojos melancólicos

y apenas entornados, como los de sus guardianes

que tienen ojeras más largas

que las del primer amor

y que protegen de los cazadores furtivos

a las últimas rinocerontes blancas

que iluminan la noche por abajo

como lo hace la luna por arriba.

Lizandro Chávez Alfaro

25 de octubre 1929 6 de abril 2006

Fragmento de COLUMPIO AL AIRE

En aquel descendimiento de brisa acuosa había una calle cubierta de grama. Sobre el manto verde, Tisí Hendy bajaba con paraguas multicolor en la derecha y un ramo de floripondios en la otra mano. Bandadas de golondrinas revoloteaban entre el cielo opaco y el brillo del suelo humedecido. Las aves hendían el aire cazando al vuelo en una anchísima nube de libélulas. Confiadas en su velocidad, las golondrinas pasaban casi rozando las faldas de la niña y de la tía Viola que a su lado venía erguida al amparo de un paraguas de damasco negro. La breve cúpula oscura avanzaba con majestad, mientras Tisí se agitaba en el deseo de atrapar alguna golondrina en el cuenco glauco de su paraguas abierto. Aquellos vuelos elípticos eran siempre más raudos que los ojos y los pies y los hombros de la persistente cazadora. Cuando la tía Viola, con el simple peso de una mirada amonestadora, detenía los giros de su afán pajarero, Tisí se echaba al hombro el paraguas de casquillos y contera rojiazules en espirales de caramelo; levantaba el desmesurado ramo de floripondios para hundir la cara en un globo de aroma. De los cálices blanquecinos surgían estambres cargados de un olor que penetraba todo su cuerpo con dulce lengua invisible. Embriagada, la carita desaparecía en el ramo de flores adornado con hojas de velillo: verde filigrana que con primor le acariciaba el cuello, la frente, las orejas calientes. Se despegaba del aroma sólo cuando la tía Viola, desde su malestar contenido, le advertía desgracias. Vio a Tisí aspirar de nuevo con avidez, y entonces dijo que la cercanía de ese perfume cortaba en las niñas sus tiernas flores carnales. Dijo que venían a ser agrias mujeres sin hijos; aventureras sin dedicaciones ni nada en que reclinar el corazón. Tisí levantó la cabeza. Con delirante brillo en los ojos preguntó a la tía si ella había olido floripondios en su niñez. En silencio, Viola volvió a erguir el busto jugoso y la niña volvió al revoloteo de golondrinas, al deleite del aroma, sin ganas de tener corazón qué reclinar en aquel su lejano tiempo de mujer. Entre desafíos de flores y pájaros, entraron a la Calle del Rey. Los corredores de madera machihembrada alojaban grupos de mirones atrincherados en el desprecio o en un ceñudo rencor. Otros vertían pura guasa sobre los transeúntes que vadeaban charcos en su viaje hacia la orilla sur del pueblo. Eran desfile de compungidos portadores de sacos de lona, canastos ovales y pequeñas cajas de madera abrillantada a fuerza de maque. Todas las carpinterías de Bluefields se habían visto atareadas en la fabricación de cajas. Hombres de levita y bombín o muchachos descalzos las cargaban bajo un solo brazo o sobre la cabeza en lánguido movimiento. Bajo la luz difusa de media tarde, se hizo clara la división entre la corriente humana en avance y sus márgenes. Quienes asumían distancia de espectadores observaban desde sus balcones secos. Eran soldados de baja; pícaros en plena ocupación; desempleados peones de plantaciones bananeras: todos ellos entretenidos varones de una astrosa migración reciente. A la intemperie avanzaban los otros en una misma translación, con aire de involuntarios peregrinos. Aunque ocupando el mismo espacio público, mirones y mirados permanecían en sitios separados por la imaginación. Estaban en tiempos distintos. Mientras unos iban caminando por lo que siempre sería para ellos la Calle del Rey, los otros estaban plantados al borde de la que hacía dos años, desde agosto de 1894, habían decretado llamar Calle del Comercio. En cualquiera de sus posiciones, móviles o inmóviles, intruso era el otro, la otra, los otros. Sobre la calle saturada de humedad pesaban nuevas sospechas, seculares resentimientos. Entre tal saturación venían triunfantes el paraguas negro de Viola y el paragüitas glauco de Tisí: dos mujeres contempladas por todos sus lados; tasadas a la redonda. El flujo de peregrinación se arralaba en torno a Viola y Tisí: dos que en vez de caja o saco de osamenta llevaban flores. Sus cuerpos de mujer pasaban suspendidos en esa nada que el mirar de hombre atraviesa a su antojo. La falda larga de Viola era un vaivén de ondas bermejas jugadas sobre sus carnes maduras. Su corpiño lleno a reventar iba opacando la luz de sus pechos. Ante el soplo fuerte de risas y palabras masculinas, los botines de Tisí cosquillearon sus pies; los floripondios y el paraguas se le aquietaron en las manos frías. Percibía por primera vez en su vida, la magnitud de aquel ruido de asedio: el taconeo de las miradas que la andaban por detrás, por los costados; pasaban entre sus piernas huesudas, la recorrían de la boca al vientre, atravesaban sus entrañas, transitando como por casa sin dueño ni dueña. Revolotear de voces de hombre: el acompañamiento de la estrepitosa invasión de sus entresijos. No había mampara ni biombo ni muro en donde esconderse. Nada qué oponerles tenía. Quiso refugiar una mano en la mano alhajada que junto a ella se mecía con el paso impasible de la tía. De pronto supo que para acogerse a ella hubiera necesitado una tercera mano. Caminó con los floripondios sobre el pecho y el paraguas apoyado en un hombro; las entrañas apretadas por un desconocido sobresalto. De reojo vio la cara alta de Viola. Aquella parecía haber alcanzado el absoluto entendimiento de todo lo que fuera dicho por hombres, en cualquier idioma. Aun en su disgusto, permanecía figura serenísima, montada en el arte de llevar el cuerpo firme frente a la perpetua tempestad de la mirada pública. Repudiaba esa mirada. A la vez la celebraba en una atroz ambigüedad pulida durante milenios de humanidad, hasta convertirla en gracia de mujer. Junto a esa serenidad vista desde abajo, Tisí aplacó en la imitación los temblores del súbito descubrimiento del asedio. Ella y la tía eran ya dos criaturas del mismo cateo en sus carnes. Respondían con igual orgullo. Tisí iba aturdida por su flamante noción, cuando pasó rozándola un niño. Este se aferraba a una mano de su padre; llevaba el tronco cubierto por un grueso rollo de mecate colgado en bandolera. Viola simuló no haber visto la enorme espalda del joyero, fotógrafo y organista Palmaro Combs. Él simuló no haber aspirado una micra veloz siquiera de un conocido aroma de ilang-ilang macerada en transpiración de seno de mujer. Se ignoraron. El y ella con su respectivo menor de edad al lado. El niño volvió una y otra vez la mirada hacia Tisí, a pesar de su incómoda joroba de fibras pardeadas por brisas marinas. La dificultad de seguirle el paso largo al padre, no le impidió insistir en que sus ojos se mantuvieran vueltos hacia su inexplicable descubrimiento de algo tan sobrecogedor como la aparición de la luna llena sobre el horizonte marino de octubre. Revestida de enfado, Tisí se parapetó en sus floripondios para mostrar la lengua en toda su espejeante blandura de almeja, roja, rápida en sus salidas de la boca. Sorprendido en lo más recóndito de su curiosidad, el niño se recogió en el sonrojo. Apretó los dedos de su padre. Se acomodó en un hombro el rollo de mecate. El diálogo de muecas y rubores quedó truncado por un estruendo de cascos. Se aproximaba desde el norte de la Calle del Rey que serpenteaba junto a la costa de la bahía. Los peregrinos respingaron hacia los lados de la calle, donde a falta de andenes, verdeaban largas islas de grama. También Tisí intentó apartarse. La mano alhajada de su tía Viola la retuvo con fuerza por un hombro; la obligó a mantener el paso recto, sin un sólo gesto que concederle a lo que amenazaba por detrás.

Los mirones de los corredores y balcones, levantados entre el alborozo y la estupefacción, concentraron sus miradas en dos militares montados. Venían con el pecho inflado, los hombros tiesos, estrellando charcos en su arrogante galopar sobre caballos briosos, domados por expertos. En los miradores secos hubo quienes se llevaron a la frente una mano rígida en saludo militar, descendiente de la reverencia de los soldados que en tiempos medievales saludaban a su rey sordo llevándose la palma de la mano a una oreja para oír mejor, ni más ni menos como lo hacía su rey sordo al encontrar a un parlamentario. Entre saludos militares pasó el general Pablo Migloria, seguido por su ayudante, el teniente Sanarrusia. Lo dorado de sus charreteras y cordones se amustiaba en la opacidad del día, sin que ello disminuyera el porte triunfal de ambos jinetes. Todos les habían abierto paso, entre saludos y hasta aplausos, excepto una mujer y una niña que ni siquiera parpadeban al recibir sobre sus caras y vestidos las salpicaduras de agua lodosa. Tampoco el general Migloria bajó la mirada hacia aquellos estorbos faldudos. Fue Sanarrusia el que a golpe militar en la voz dejó caer dos palabras: —Negra insolente. Viola contestó con una palabra dicha ente dientes, más para los oídos de Tisí que para los jinetes insultantes, sordos bajo su palio de arrogancia: —Ladrones. Quería Viola abarcar todo su agravio con un solo denuesto. Quería decir ladrones de caballos; ladrones de la legalidad; ladrones del sosiego y la certidumbre en que Bluefields había vivido antes de aparecer aquellos demonios discurseadores. Sacó un pañuelo. Con ira hecha cuidados, fue enjugando la cara de Tisí, las manchas en el vestido. Limpiaba y le explicaba a la afligida sobrina que eran incontables los nombres del robo, entre ellos el pomposo método de la confiscación. Confiscados había sido, entre otros bienes del Reino Mískitu, los caballos en que se pavoneaban Migloria y su ayudante. Poseída por la misión de enseñar lo que se ocultaba tras el desaforado tiempo presente, dueña de la tarea de entrenar a la hija de su hermano en las razones del humillado, la arreglaba y le contaba que esas dos bestias de gran alzada habían sido tomadas de la caballeriza que fundara el Rey George Augustus Frederic treinta años antes del actual desastre. El pie de cría había sido una pareja traída de Jamaica: la yegua alazana y el semental doradillo que el Tercer Conde de Effingham había enviado como regalo para George Augustus, en celebración del tratado con que Inglaterra fijaba los límites del territorio en que el Reino Mískitu sería autónomo, bajo la protectora ala británica y la respetuosa admisión nicaragüense de esa realidad. Nadie, Tisí, había amado al caballo con la pasión de George Augustus; a la hembra y al macho caballar. Muchos decían que para aquel extravagante era música lunar oír durante horas el relincho nocturno de una yegua en brama, perseguida por su garañón en el transparente residuo de la noche. Recordaba muy bien Viola su primer encuentro con la descendencia de aquellos animales, en el potrero cercado de cuartones blancos que se extendía detrás de la corte y la residencia del rey, construidas en lo más alto de Bluefields. De otro mundo era el brillo del pelaje de aquellas bestias; la seda de sus crines y colas ondeando al aire. Desde Jamaica ya habían llegado con nombre propio. Deneb era la yegua, por el lucero gris que le separaba los ojos; Gong el semental de poderosos golpes en la panza. Viola recordó para sí misma que aquellos célebres topetazos todavía resonaban en ciertas lujuriosas memorias.

Esos caballos, descendientes de las Royal Mares de Carlos II de Inglaterra, habían sido engendrador y gestadora de todos los pura sangre conocidos en Bluefields, incluido el trotón que había movido el tílburi del cónsul Walker; incluida la yegua machorra que el reverendo Fassbinder mantenía en forma para que la montaran sus hijos cuando llegaban a visitarlo desde Altona, en la orilla prusiana del río Elba; incluidos los potros en que cada domingo por la tarde, bajo el sol o bajo los truenos, hacía sus paseos rituales el ubicuo Safá Kubrik. Todos los verdaderos caballos descendían de Deneb, hasta llegar a la pareja confiscada por los invasores, con igual desfachatez que habían confiscado edificios, terrenos, lanchones y veleros. No otra cosa que confiscación nefanda había sido declarar terreno de utilidad pública el viejo cementerio. De ahí se desprendió el plazo perentorio en que habrían de ser trasladados los restos mortuorios a un nuevo panteón, como los invasores preferían llamarlo. Tisí se había tragado el sollozo que le atravesó la garganta al verse salpicada de lodo. Caminando en silencio, con ojos muy abiertos, escuchó el ardido relato de Viola. Quiso imaginar la música de relinchos que adoraba el rey George Augustus, y su naciente inquina no la dejó ir más allá del resoplo brutal que había oído tan de cerca en el momento de sentirse la cara azotada por gruesas gotas de fango. Viola siguió entregándole impacientes trozos de un pasado, rotos y no por eso fuera del largo nicho luminoso de la felicidad recordada.

Vida en el amor- Ernesto Cardenal.

Vida en el Amor- Ernesto Cardenal.

Prologo-Thomas Merton.

Epilogo -Oscar de Baltodano.

Vida en el amor es la iniciación a la escuela del amor, porque el amor no lo enseñan los hombres lo enseña el espíritu de amor y ese espíritu habla de manera personal y única a cada criatura por eso hemos de estar atentos a escuchar este himno al amor que brota en cada una de estas páginas y dispuestos a empezar a vivir desde la verdadera libertad que se adquiere cuando verdaderamente nos descubrimos amados por Dios.

Ernesto Cardenal en esta edición de Vida en el Amor vuelve a cantar a la verdadera esencia del hombre que es el amor mismo, grita para que el mundo vuelva los ojos al amor que es el verdadero nombre de Dios. Solo cuando el hombre entre en el profundo pozo de amor de su alma descubrirá su verdadera esencia, su verdadera identidad y vivirá, vivirá porque redescubrirá la profundidad de su búsqueda…

Oscar de Baltodano.

Nupcias con las estrellas en la noche sideral: el poema cosmológico-místico más reciente de Ernesto Cardenal

Todos los que estamos cerca del gran poeta nicaragüense nos hemos sentimos consternados con su reciente quebranto de salud, pero celebramos que ese duro trance le trajera sin embargo al poeta el saldo generoso de su reconciliación final con la Iglesia y, por más, la alegría de su salud recuperada. Ya en plena mejoría, Cardenal me volvió a escribir, y cuál no sería mi sorpresa al ver que ponía en mis manos su poema más reciente, «Estamos en el firmamento». Ernesto ha vuelto a la poesía. Y su nuevo poema cosmológico viene a formar un conjunto vibrante con los poemas teológico-místicos que lo preceden inmediatamente, pues en todos ellos el poeta reflexiona sobre el inconcebible universo de la mano de la astrofísica y de la cuántica, como ya le es usual. Contamos hasta el presente con varios poemas de largo aliento en verso libre como «El origen de las especies», «Así en la tierra como en el cielo», «Hijos de las estrellas» y ahora, con el novel «Estamos en el firmamento». Como forman un conjunto cosmológico armónico, desde ahora le propongo al poeta que piense en reunirlos en libro aparte.

Me había ocupado de algunos de estos poemas siderales en mis estudios previos sobre el poeta en mis tempranos estudios incluidos en El sol a medianoche (1996/2017) y en El cántico cósmico de Ernesto Cardenal  (2012). Reflexioné también sobre estos poemas recientes, que Ernesto me había enviado aun inéditos, en una edición que al presente está en prensa en el Boletín de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española con un breve estudio introductorio[1]. En un correo electrónico desde Managua Cardenal me glosaba, con aliento confesional, el sentido que le daba a sus recientes versos cósmicos. Refiriéndose a «Hijos de las estrellas» decía que «ha sido un esfuerzo por darle sentido al universo. Y un sentido a la muerte […] Es mi último escrito y creo que no tendría más que hacer porque sería repetirme» (corrreo del 14 de noviembre de 2018). Por fortuna, no fue «su último escrito», pues Cardenal, Premio Reina Sofía de Poesía en 2012, optó por continuar su ciclo cosmológico, para alegría de las letras hispanoamericanas.

En el poema que presentamos hoy, en verso libre y muy extenso, como los poemas que lo preceden, el poeta nicaragüense lleva más al cabo su reflexión en torno al misterio del universo inacabable. Como dejé dicho, se trata de un motivo temático que ya venía tratando en sus libros anteriores, cósmicos como los de Whitman y a veces tan osados como los de Pound: vale recordar el Cántico cósmico, el Telescopio en la noche oscura, los Versos del pluriverso y Este mundo y otro.  Cardenal, como otrora Boecio y fray Luis de León, sigue desviando su mirada de este mundo lleno de decepciones hacia el firmamento estrellado. Y, una vez más, su meditación cosmológica va dirigida a los enigmas últimos del universo, que tiene la osadía de explorar con las herramientas novedosísimas de la ciencia moderna: ya sabemos que, al hacerlo, baraja al unísono la cuántica y la astrofísica de Einstein, Niels Bohr y Stephen Hawking con la teoría de la evolución de Darwin, resignificada por Teilhard de Chardin, con el Tao, con el Génesis, con el Cristo resucitado de los Evangelios. El poeta entiende que es imperativo para las disciplinas de la teología y de la mística renovar su vocabulario técnico a la luz de la nueva ciencia, y se compromete de tal manera con dicha renovación literaria que no duda en convertirse en un “místico cósmico”. Nuestro escritor propone, ni más ni menos, que podemos considerar la astrofísica y la cuántica como ancillae theologiae. Estamos, no cabe duda, ante una osada renovación de las disciplinas de la teología, de la mística, de la ciencia y de la poesía, que el poeta obliga a danzar al unísono.

El vate nicaragüense tiene plena conciencia de lo que implica su vibrante exprimento literario-teológico. Preguntado sobre si era un innovador en poesía, afirma: «Sí, creo que soy el único poeta o al menos el único que yo conozco, que está haciendo poesía sobre la ciencia, poesía científica…»[2]. Cardenal, siempre iconoclasta y amigo de romper paradigmas, añade sin ambages: «Paul Davies ha dicho: La ciencia es un camino hacia Dios más seguro que la religión. Yo así lo creo, porque las religiones dividen a los pueblos y la ciencia no»[3]. Cabe concluir que Cardenal,  poeta de las estrellas, opone a la De consolatione Philosophiae de Boecio una sorprendente De consolatione Astrophysicae. Hablo literalmente: la nueva ciencia lo ha consolado hondamente, pues le ha permitido comprender el universo y la unión mística con Dios desde una nueva óptica armonizante.

El nuevo poema se encuentra hermanado, como dejé dicho, con la poética cósmica anterior de Cardenal, pero conlleva algunas novedades artísticas importantes. Aquí da un paso significativo en la concepción de su renovadora mística intergaláctica, pues apuesta a la unión –a la comunión o eucaristía última– del ser humano con las estrellas. El poeta propone nada menos que las nupcias con las estrellas. Hablo literalmente. Y lo mejor es que Cardenal sabe bien cómo sustentar el aparente sinsentido de estas bodas cósmicas. Al hacerlo, como veremos, se convierte en un poeta de suprema reconciliación.

Cardenal plantea su inesperada propuesta cosmológico-mística ya en la primera estrofa del nuevo poema, y lo reitera en la última: estamos en el firmamento para unirnos con todo el universo creado, representado en el semillero de luceros de la bóveda celeste:

Estamos en el firmamento

entre billones y billones de galaxias

y billones y billones de estrellas

un planeta para la unión con nosotros (p. 1)[4]

La idea de este tumulto estrellado en el que el ser humano está sumido y al que desea unirse se reitera lo largo del poema que nos ocupa, y guarda relación de parentesco con el arranque de sus poemas cosmológicos anteriores, en el que el emisor de los versos da fe de su desvalimiento avasallado ante la grandeza del cosmos. Imposible de medir, de comprender y aun de asumir: este «cielo absurdo arriba de nosotros» (p. 2) se le antoja tan extraño como «este mundo extremedamente improbable» (p. 3) que desafía la razón. Cardenal entrevera sus preguntas metafísicas con el delicioso prosaísmo que le es usual: «Cuando el universo era del tamaño de una aceituna…/ Del tamaño de una graprefruit…/ Entre el infinito grande y el infinito pequeño / nosotros» (p. 4). El poeta dramatiza una y otra vez la dimensión atemorizante de los espacios intergalácticos: «Si el sol fuera del tamaño de una aspirina / la estrella más próxima sería a 100 kilómetros» (p. 9).

            El arranque del poema culmina con la afirmación de la unión final del conjunto de la creación cósmica, siempre bajo la premisa que se trata de unas inimaginables nupcias con las estrellas. El poeta, como adelanté, refrasea la estrofa inicial para culminarla: desde nuestro pequeño planeta nos habremos de unir con los luceros de la bóveda celeste: «Billones y billones de estrellas / y entre billones y billones en el firmamento: / un planeta para unirse con nosotros» (p. 10).

¿Nupcias con las estrellas en la noche sideral? ¿Qué clase de proposición metafísica es ésta, si ya Lucrecio nos advirtió desde antiguo que la carne –es decir, la materia– es separadora, y que muchos místicos de antaño parecerían proponer una  dicotomía irreconciliable entre cuerpo y alma? Salta a la vista que el poeta da un nuevo sesgo a su pensamiento científico-místico. En la Vida en el amor se había asombrado de estar físicamente constituido por la misma materia prima de las estrellas, que nos hermana cosmológicamente. Elementos como el calcio y el fósforo no sólo constituyen nuestro cuerpo, sino los cuerpos planetarios y los espacios interestelares: «Así que estamos hechos de estrella, o mejor dicho todo el cosmos está hecho de nuestra propia carne» (Cardenal 1970/1996:183). Cardenal se había refugiado más de una vez en esta noción consoladora de la hermandad química del universo, pues la había vuelto a esgrimir en un ensayo de  madurez, de sobretonos poéticos, titulado Somos polvo de estrellas. En el poema que nos ocupa tampoco duda en volver a registrar su asombro ante nuestra constitución fisiológica compartida, afirmando que «Nuestra sangre viene de supernovas» (p. 6). Pero ahora no sólo se trata de estar hermanados fisiológicamente con los elementos constitutivos de los cuerpos celestes: es que el emisor de los versos aspira –ya lo adelanté–a unirse a ellos: «Materia que aspira hacia el espíritu / todo hacia donde converge todo / la unidad de todas las cosas» (p. 5).

La astrofísica, como hace años viene sugiriendo el poeta, nos ayuda a comprender que estamos intrínsecamente unidos, e incluso nos persuade de que los lindes entre la materia y el espíritu son sólo aparentes. A esta nueva luz, el misterio de la unión mística resulta científicamente plausible. En otras palabras, lo que Cardenal ha aprendido de la mano de Einstein y la cuántica acerca de la intercambiabilidad de la materia y de la energía y la unidad esencial de lo creado, hace que enigmas como el éxtasis de san Pablo resulten más fáciles de asumir. El Apóstol no supo distinguir el cuerpo del alma cuando experimentó el rapto místico que lo elevó a un simbólico «tercer cielo»: » Si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios los sabe» (Corintios 12: 2-4). Era tal la armonización de la materia con el plano espiritual que el cuerpo y el alma, en un estado supremo de reconciliación, resultaban indistinguibles. Cuerpo es alma y todo es boda: también Jorge Guillén lo dejó insinuado con belleza singular. Ante la nueva ciencia, propone Cardenal, ya nos nos extrañamos tanto ante este milagro unitivo.

Como se sabe, Teilhard de Chardin[5], de quien Cardenal se hace eco, había propuesto que la materia está “santificada”, y considera que el espíritu no es independiente de la materia, ni está en oposición a ella—como tradicionalmente postula el cristianismo—sino que se encuentra “emergiendo de ella” (Cardenal 2011: 14). Cardenal celebra el inmenso misterio con versos renovados: «Del vacío salen estrellas y planetas y nosotros» (p. 3); que no somos sino «nacidos de las cenizas de estrellas muertas» (p. 9).

Si todos estamos unidos en una conciencia cósmica que hace poco probable la diferenciación individual, nos es posible aceptar “científicamente”, reitera el poeta, la posibilidad de la experiencia mística. Sin necesidad de recurrir a la antigua noción del panteísmo, podemos pensar con el poeta que el Dios Trascendente no está del todo separado de su mundo creado. Erwin Schrödinger insiste en esta unidad armónica esencial del universo nacido del incomprensible Big Bang desde su óptica científica: no sólo la materia y la energía son intercambiables, sino que la multiplicidad de conciencias es sólo aparente, pues en realidad existe sólo una mente, que es transpersonal, universal, colectiva. Reconforta al místico nicaragüense saber que la ciencia ya no puede distinguir tajantemente entre la materia y la mente, por lo que fenómenos como la telepatía pueden explicarse con más comodidad que antes. “Y esto lo han experimentado los místicos en sus experiencias de unión con Dios, sintiendo que participan de una Sola Mente” añade Cardenal (Cardenal 2011: 57). Este poema que nos ocupa, junto a los textos recientes que lo anticipan, revisten pues una gran importancia para el pensamiento religioso en Hispanoamérica, pues nos ayuda a comprender la unión mística con ojos modernos.

Por eso no es de extrañar que nuestro aturdido contemplador de las partículas infinitesimales y de los astros que tiritan azules a lo lejos haya  encontrado cobijo en la nueva ciencia, que lo ayuda a asumir mejor la experiencia mística infinita que cantó en libros previos como la Vida en el amor, el Telescopio en la noche oscura, en los tomos de su autobiográfica Vida perdida , en sus Versos del pluriverso , en Este mundo y otro, y que ahora renueva en los versos de «Estamos en el firmamento». En el contexto de un universo concebido como un todo indivisible, donde el observador y el observado pueden confluir gozosamente en Uno, la noción de fundirse experiencialmente con el Todo ya no es tan extraña ni tan foránea al pensamiento racional. Así, postula el poeta que «un yo que se volvió nosotros / la multiplicidad de individuos en uno solo / evolución hacia el reino de los cielos» (p. 6).

Como recordará el lector, Cardenal había explorado con insistencia el tema evolutivo de la mano simultánea de Darwin y de Teilhard de Chardin. En el largo poema «El origen de las especies», por poner un solo ejemplo, el pez se convierte en ser humano paulatinamente, como si fuera a cámara lenta, ante los ojos asombrados del lector:

La vida salió a tierra

y empezó a andar

peces resbalosos

apoyados en aletas

como muletas

del límite acuático

al aire ilimitado

al secarse una poza

se sobrevive

andando a otra poza

y las aletas se hicieron patas

(Cardenal 2010: 11).

En su poema más reciente, Cardenal reescribe con pinceladas aureoladas de una ternura conmovedora la misma idea evolutiva de la vida:

Debido a nuestra humilde existencia

Darwin pensó que nació en charquitos

y porqué se produjo aun no sabemos (p. 1).

Pero esa evolución constante, de orígenes enigmáticos y modestos, se encamina sin embargo hacia la auto-conciencia: «A diferencia de los otros animales / el universo consciente de sí mismo / no el saber sino el saber que sabe» (p. 9). El universo, según Freeman Dyson, ya ha incluido en sí mismo las condiciones para poder contener observadores. Las leyes físicas hacen pensar que el cosmos fue diseñado para que en él hubiera seres conscientes capaces de observarlo y de entenderlo. Ya sabemos que, según Bohr, el átomo deja de ser confuso y nebuloso sólo cuando lo observamos: así de inextricablemente unido está el universo que habitamos y del que formamos parte esencial.

Los nuevos versos proponen, de otra parte, que este universo consciente de su propia factura y espiritualizado ab initio está aun en proceso de evolución. Nosotros mismos, que somos a nuestra vez evolución por nuestra constitución molecular y subatómica, podemos contribuir al progreso mismo de la evolución del cosmos. Dios dejó inacabada la creación para que nosotros la completáramos, propone con osadía el poeta: «Estamos aun en los albores de la creación / creación que continúa y debemos terminar» (p. 6).

 No debemos entender que la evolución constante del cosmos que Cardenal plantea en su escritura reciente de la mano de Teilhard de Chardin y otros teólogos modernos como Daniel Liderbach y Dietrich Bonhoffer constituye un fenómeno paralelo al “progreso” de la ciencia del siglo XIX. Estamos ante algo muy distinto: se trata de la evolución de la materia hacia el Espíritu, hacia el amor. “El mandamiento del amor ahora suena muy diferente a nuestros oídos. No es ya la caridad y la fraternidad como antes fueron planteadas, sino algo más imperioso desde el punto de vista evolutivo: ‘Amaos o pereceréis’”, había dejado dicho el poeta en su ensayo Este mundo y otro (Cardenal 2011b: 20). El supremo mandato de Cristo ya no es una sencilla enseñanza piadosa del Nuevo Testamento, sino una verdad que podemos inferir del estudio mismo del microcosmos: “Sin la constante tendencia de las células humanas a unirse en sociedad la Parusía no sería físicamente posible”, insiste (Cardenal 2011b: 19). Sobreviven pues los más aptos en este universo, que ahora son los que aman más, concluye Cardenal de la mano de Chardin con un júbilo espiritual que nos coloca en la antesala del Paraíso, pues vivimos en un universo solidario fundado en la caritas. En el poema que nos ocupa vierte en nuevos odres literarios la misma idea:

            La más consciente de las moléculas

hechos de hidrógeno y helio nada más

surgió no sólo por azar

con una esperanza común hacia el futuro

un yo que se volvió nosotros

la multiplicidad de individuos en uno solo

evolución hacia el reino de los cielos

En vez del Dios del Cielo el de la evolución

a más complejidad y más unión

para que todo sea uno (p. 6).

Se trata pues de una evolución comunitaria. El científico ateo Richard Dawkins había insistido en este dinamismo omnipresente en el cosmos: cada persona es una comunidad de millones de células, y cada célula es a su vez una comunidad de innumerables bacterias, por lo que cada animal o cada planta es una vasta comunidad de comunidades, a manera de una “selva tropical”. Como recuerda Cardenal en Este mundo y otro, esta noción dinámica le resulta a Dawkins “más hermosa que el Jardín del Edén” (Cardenal 2011: 26). La evolución comunitaria, sostiene Cardenal, tiene que ser la obra de un Dios que a su vez sea comunitario y relacional: “el universo es una comunión creada por la comunión divina, y procede de las relaciones de amor mutuo de la Trinidad” (Cardenal 2011: 26). Por eso, proclama ahora que nuestra propia factura personal evidencia ese anhelo –y ese generoso destino– de unión final: «Los brazos hechos para abrazar / los labios para besar» (pp. 9-10).

Cardenal postula que mientras mayor es la evolución de nuestra conciencia, mayor es nuestro instinto de unificación. El espíritu de la evolución es contrario al egoísmo porque nos conmina a pensar de manera colectiva. Esto ha llevado al poeta a considerar lo que se podría llamar una “fase de planetización” (Cardenal 2011: 14). Esta simbólica “globalización” podría entonces culminar, al menos desiderativamente, en el estado supremo de la caritas. Es decir, de una unión verdaderamente fraterna y dictaminada, irónicamente, por las leyes de la propia ciencia evolutiva. Entendida así, la evolución no es sino un proceso progresivo y siempre ascendente de espiritualización. Por eso Cardenal considera, junto a Teilhard de Chardin, que las crisis mundiales han sido tan sólo “dolores de crecimiento” que a la larga habrán de culminar en la eternidad, es decir, en el punto Omega, que es Dios (Cardenal 2011: 15). «Tierra que va a ver a Dios» (p. 1), propone, esperanzado, en su nuevo poema. El cosmos se muerde pues la cola y regresa a su principio. Sólo que este aserto, según Chardin, tiene un posible apoyo racional creíble en las nuevas teorías evolucionistas de Darwin. Cardenal se hace eco de esta idea revolucionaria, y la conjuga, para mayor complejidad, con las recientes lecciones de la astrofísica y la cuántica.

No deja de ser curioso que en sus escritos de madurez Cardenal haya cargado más la mano en la figura de Cristo que en sus libros anteriores. Tanto, que incluso había culminado su ensayo Este mundo y otro con un inesperado aserto pío muy cónsono con la espiritualidad católica: “Cristo es el fundamento de la Cosmología” (Cardenal 2011: 58). Vida en el amor y aún el Cántico cósmico y su secuela el Telescopio en la noche oscura resultaban más deístas a la luz de la espiritualidad más estrictamente mística que celebraban, en diálogo abierto con todas las persuasiones religiosas, desde las bantúes hasta las sufíes. Pero ahora, desde esta novel cristología que tiene aprendida, una vez más, en las páginas de Teilhard de Chardin, el contemplativo nicaragüense evoca las palabras de San Pablo a los colosences, en el sentido de que todas las cosas creadas fueron hechas para Cristo. Este pasaje paulino llevó a Chardin a hablar del “Cristo evolucionador”, como vuelve a recordar el poeta en su ensayo Este mundo y otro (Cardenal 2011: 16-17). Este Cristo, entendido como la plenitud de la evolución, no es sino el cumplimiento último y la culminación de la raza humana evolucionada.

Cristo es pues el primogénito entre muchos hermanos, y su destino convoca al nuestro propio. Al Dios asumir la carne humana, la santificó, por lo que el cuerpo del hombre también es imagen de Dios. Cardenal concluye con Teilhard de Chardin que la materia santificada, que tiende a evolucionar hasta alcanzar la conciencia, ya no divide el cuerpo del alma, sino que los aúna en Cristo, meta y acaso ejemplo paradigmático de la evolución santificante y caritativa. El “Cuerpo de Cristo” no es para Chardin y para Cardenal un simple agregado de seres humanos, “sino una interconexión física y propiamente una relación cósmica” (Cardenal 2011: 52) siempre en proceso de perfeccionarse. Ante esta ventana esperanzada a un posible destino feliz para la humanidad evolucionante, es curioso advertir que Cardenal echa de lado la trágica entropía, sobre la que tanto se había lamentado en sus Versos del pluriverso.

Los científicos contemporáneos devuelven pues una y otra vez al poeta al pensamiento cristiano tradicional. Ese Dios que se sale de sí mismo y se vuelca en la creación implica, necesariamente, una koinonia o comunidad con todas las criaturas. Por eso, Cardenal nos conmina ahora a

Tomar en serio lo de Jesús

que el reino está cerca

Un Dios por venir

encarnado cada vez  más en la evolución (p. 4).

La encarnación –«Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» toma un giro novedoso en el poema «Estamos en el firmamento» que vengo comentando: ese Dios que nos espera en el futuro evolutivo
«Es también persona / o sería menos que su creatura» (p. 5). Curiosa manera de defender la importancia de nuestra condición de seres creados, no cabe duda: Dios tiene que saborear nuestra condición ontológica para «completarse» de alguna manera.

La esperanza está pues dada: en el poema «El origen de las especies» Cardenal había celebrado la intuición de que la resurrección de Cristo, por ser parte de un cosmos inextricablemente unido, nos sería dada a todos:

La evolución nos une a todos

vivos y muertos

Lo que Darwin descubrió

(el que venimos de una sola célula)

es que estamos entrelazados

si uno resucita

resucitan todos

Ese mismo Cristo, que en el nuevo poema que nos ocupa vemos ya resucitado, nos alecciona en torno a la intercambiabilidad de la materia y el espíritu. Ya el poeta, por supuesto, ha contextualizado el milagro de la Resurrección dentro de las coordenadas de la nueva ciencia, por lo que nos conmina a releer el milagro fundacional cristiano con nuevos ojos. El cuerpo preternatural del Salvador atraviesa las puertas para darnos su eterno mensaje de paz:

entra sin que se abriera la puerta

Y dice: «La paz sea con ustedes» (p. 10).

Cardenal había insistido antes en este milagro de la resurrección, y había hecho referencia a ese Jesús resucitado de quien  San Marcos dice que se “apareció en otra forma” (Cardenal 2011b: 53) a sus discípulos. Apunto por mi parte que ese cuerpo dotado de nuevas propiedes espiritualizantes y capaz de atravesar la materia sólida evoca el “cuerpo preternatural” luminoso, inmaterial y perfecto al que algunos teólogos—pensemos en el contemplativo flamenco Ruusbroeck—se han referido por extenso. Al momento de morir ese cuerpo de luz alcanza siempre la plenitud de la madurez (hacia la treintena) aun cuando la persona haya muerto en la niñez o en la ancianidad. Hoy en día muchos metafísicos llaman “cuerpo astral” a dicho vehículo lumínico que “resucita” en el momento de la muerte[6]. Ese cuerpo, en efecto, también tiene la posibilidad de atravesar la materia sólida. O aparentemente sólida, según la nueva ciencia.

Cardenal vuelve a ponderar también, siempre desde su nueva óptica científico/teológica, el misterio de la muerte. Asumiendo que somos una unidad inextricable de materia y espíritu, se hace eco de Karl Rahner y del australiano Denis Edwards para entender que la resurrección ocurre en el momento mismo de la muerte. Este poceso de transfiguración conduce a un estado de comunicación más profunda con el cosmos y con los que ya han muerto, incluido Cristo, culminación misma de la evolución del cosmos santificado.

La teoría del poeta no disuena de la de Leonardo Boff (La resurrección de Cristo), para quien la muerte no existe porque el alma no se puede separar del cuerpo: se trata sencillamente del paso de un tipo de corporeidad biológica limitada (lo que llamamos cuerpo) a otro tipo de corporeidad ilimitada y cósmica. Morir es pues resucitar, y la resurrección de Cristo no fue un acontecimiento aislado. Todos resucitamos al morir. Ya lo dejó dicho el poeta: «si uno resucita / resucitan todos».

Por último, este poema reciente nos depara otra curiosa novedad: el poeta ha volatilizado su antiguo amor por las muchachas, cantado con nostalgia punzante a partir de la Vida en el amor. En los versos nuevos ya no se queja de aquellas renuncias que otrora confesaba aun «chorreaban sangre». Sospecho que estamos ante un poema de espiritualización y reconciliación supremas, por lo que ahora amar las estrellas es ya para el poeta amar a aquellas jóvenes cuyos besos aspiraba a volver a recibir en el seno trascendido de Dios. Es como si el emisor de los versos se sintiera al fin parte sustancial de un universo evolvente pero supremamente unificado y a salvo ya de las antiguas ausencias que aquejaban al poeta enamorado.

Este contemplador de los astros ha dado pues un vuelco inusitado a la noche estrellada  y los astros azules de Pablo Neruda y, por más, ha reescrito la nostalgia inconsolable de aquellos otros escrutadores del firmamento como fray Luis de León, Boecio e Ibn Gabirol, para proponernos un cielo que, asumido desde la astrofísica y la cuántica, ha logrado transmutar en el Cielo.

No es poco. Gracias, Ernesto, y que vengan más poemas.

Luce López-Baralt

Universidad de Puerto Rico

[1] Los dos extensos poemas y su breve estudio introductorio están en prensa en el Boletín de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española bajo el título de «Los poemas cosmológicos más recientes de Ernesto Cardenal (octubre de 2018).

[2] Luis Rocha Urtecho, Vida iluminada en el amor, Confidencial (confidencial.com.ni/vida-iluminada-en-el-amor/), 10 de noviembre 2018.

[3] Ibid.

[4] Uso la paginación del manuscrito original que me envió Cardenal.

[5] Como se sabe, la teoría evolutiva de Chardin, que cristianiza los postulados de Darwin al plantear un Dios Evolucionador, le ganó al paleontólogo el repudio de su propia Iglesia. Cardenal se lamenta amargamente de la triste suerte teológica del ilustre jesuita que tanto admira: “nos parece increíble que a Teilhard de Chardin se le hubiera prohibido la publicación de todo escrito que tuviera que ver con la teología” (Cardenal 2011: 15).

[6] Cf. Yogananda 2008.

Nicaragua pierde a uno de sus escritores más queridos, el hombre que logró ser un profeta en su tierra y que deja una larga producción literaria.

Roma, 14 de febrero de 2019

Carta de la poeta Zingonia Zingone a Ernesto Cardenal

Mi querido padre Ernesto:

Son tantas las cosas que quisiera decirle que no sé por dónde comenzar. Quizás por la garza blanca que desde Solentiname voló a Roma para alojarse en la sala de mi casa y recordarme cada mañana que el verdadero vuelo se cumple en la sencillez. O por los tantos libros de su autoría que he acumulado a través de los años, y ahora llenan de trascendencia los estantes de mi librería. Lo que no puedo dejar de contarle es que cuando llegué por primera vez a Nicaragua, lo cual fue para trabajar en una finca de arroz, era la primavera y gracias a sus versos, cerca de San Francisco Libre sentí ese olor a tierra recién llovida, a raíces desenterradas, y oí de cerca el mugido del ganado, y vi los ojos grandes y sonrientes de los niños descalzos; así noté que estaba rodeada por la vida y que yo no era más que una vida dentro del inmenso conjunto de vidas: la más desafinada cigarra del coro. O sea, fue la verdad, tan llanamente expresada en su poesía, que me abrió a la dimensión real de la existencia. De esta manera, amado poeta, podría seguir confesándole muchas anécdotas de mi vida que están íntimamente ligadas a la luz que desprende su obra. O, mejor dicho, a aquella luz que desde un lejano sábado 2 de junio, cuando usted decidió “que ya había luchado mucho infructuosamente” y se entregó a Dios, atraviesa a su persona para tocar y transformar los corazones.

Es por usted que llegó a mí la más entrañable de mis amigas: la traductora de su Cántico Cósmico en italiano, su querida amiga Celina Moncada. Desde que la conocí, su misión fue la de hablarme a diario de la belleza, la inocencia y la pureza del poeta Cardenal. Me regaló Vida en el Amor para explicarme, que más allá de su fama literaria y de su compromiso político y social, la verdadera búsqueda del Poeta siempre fue la de “ser uno con Dios”, y por lo tanto, con todo y todos. «El Amor», me decía «es el eje de su obra y de su vida entera». Celina supo, en cinco años de intensa amistad, colocarlo a usted en las profundidades de mi vida interior, y desde allí, como una materia invisible ese amor se ha ido “desbordando” hacia fuera, canalizando mis pensamientos y mis acciones hacia el Uno. Cuando nuestra amiga regresó al espacio fuera del tiempo, dejando atrás una estela de amor, percibí claramente el mensaje de su obra: todo es parte de un gran engranaje evolutivo que va rodando hacia Dios, y en éste, el Amor, inalterado en su esencia, persiste.

Me emociona, querido poeta y padre mío, sentir que todo está ligado con todo, y que todo tiene una razón de ser. De esta manera, las coincidencias dejan de ser coincidencias y la soledad se esfuma. Esta verdad tan sencilla es a la vez muy difícil de divisar, y a usted le debo, a su visión cósmica, el hecho e poder ver el mundo en un grano de arena y la arena que se hace uno con el mar. En la reunión de todos los elementos, la distancia física desaparece y yo me siento espiritualmente muy cerca de usted. Es una forma de cercanía que no caduca con el paso del tiempo.

Por todo esto y más (no lo quiero aburrir con demasiadas palabras), me es inevitable amarlo a usted de forma incondicional, filial y devota. Me arrodillo frente a usted y le pido que me bendiga para poder seguir ahondando en su obra y así llevar la esencia de la misma a todos los confines de la tierra (que estén a mi alcance). Me regocijo en el Señor que quiso ponerse nuevamente en sus manos en la forma del pan y el vino, sublimando con la fidelidad de su amor la cruz que usted llevó por treinta y cinco años, y colocando su poesía definitivamente por encima de todos los esquemas.

Como todo padre, mi querido padre cósmico, usted es imprescindible. Gracias por cruzar desde siempre todas las galaxias y saberlo resumir todo en el vuelo inmóvil de una garza.

Mi abrazo, mi afecto, mi agradecimiento. Suya,

Zingonia

 

 

 

Artículo sobre presentación de la obra «Buenas al pleito: mujeres en la rebelión de Sandino» de Lucía Brenes Chaves,  UCR.

En primer lugar, el análisis que podemos hacer del texto, de los testimonios que el libro expone, deben hacerse a partir del contexto en el cual suceden las cosas; es decir, no puedo exigirle a los sujetos de la historia otras lecturas u otras interpretaciones de los hechos fuera de ese contexto histórico, político, social, económico y cultural.  Esto nos lleva a otro punto que es importante, y es que debemos tener la capacidad de entender y analizar la situación de las mujeres (receptoras de una violencia estructural) en el contexto de la lucha antiimperialista en Nicaragua sin reducir dicho análisis a lo que hizo o no hizo Augusto C. Sandino con ellas, por ellas o contra ellas.

Este análisis debe tener la claridad de que el cuestionamiento o la crítica debe hacerse contra el patriarcado, contra las prácticas patriarcales que responden y respondían entonces, a unos códigos culturales que determinan, según un tiempo y un espacio en concreto, las relaciones interpersonales.  Hacer la crítica contra Sandino o contra el ejército de Sandino a partir de las categorías teórica que tenemos hoy en día desde el feminismo, es hacer un análisis ahistórico, y bien sabemos la debilidad que esto implica, y los sesgos a los que nos exponemos.  Y repito, la crítica debe hacerse en relación con las formas que ha desarrollado el patriarcado para sostenerse y reproducirse en cada modo de producción conocidos en la historia.

Dicho esto, es importante reconocer algunos asuntos centrales, a mi criterio, del texto de Alejandro Bendaña.

En un contexto político, social y económico tan complejo como el que vivía la región centroamericana a inicios del siglo XX, la figura de Sandino y de quienes se sumaron a la lucha antiimperialista debe reivindicarse en todo momento como esas expresiones que dieron paso a cuestionar y a actuar en contra del orden que los sectores hegemónicos siempre han querido imponer en nuestro continente; y no reducir el análisis a las relaciones que se pudieron establecer con otros sujetos, en este caso, con las mujeres.  Reducirlo a ello sería negar la importancia que tuvo Sandio y su lucha para la región.

Se debe rescatar, en este sentido, aquellos elementos que permitieron algunas reivindicaciones, aunque fueran leves y temporales, para las mujeres.  En primer lugar, si bien la presencia de las mujeres en el ejército de Sandino repite el mismo patrón de aquellos ejércitos o grupos insurgentes del siglo XV, es decir, acompañantes y servidoras en el tanto se encargaban de lavar, remendar ropa, cocinar, curar enfermos y heridos, y eventualmente ser compañeras sexuales y sentimentales de los soldados; en el caso que nos compete con el libro de Bendaña se debe resaltar como primer punto el código moral que Sandio establece como una orden so pena de muerte, a su ejército; el cual, debía obedecerse no solamente al interior del ejército, sino en cada pueblo al que llegaran.  Este código, como bien lo expone el autor, se refería a la prohibición del saqueo y de la violencia sexual en contra de las mujeres, elementos que les permitía diferenciarse del bandolerismo de la época.

Como se expone en el libro, Sandino no era feminista (y no tenía que serlo, ciertamente) pero no era ajeno a las luchas que estaban dándose en varios países en ese momento; por lo cual, las luchas por la igualdad y acceso a espacios públicos y políticos de las sufragistas bien pudieron darle elementos para contar con el apoyo de las mujeres en su lucha, tanto las que se sumaron al ejército como las que colaboraron con suministros, hospedaje y otros bienes necesarios para la subsistencia del ejército.

Estos puntos son importantes de resaltar, pues si bien el trabajo de las mujeres dentro del ejército respondían a la tradicional división sexual del trabajo (no podía ser diferente considerando los códigos culturales que definían espacios y trabajos para mujeres y hombres), lo cierto es que también representó un lugar más seguro para las mujeres y sus hijos e hijas; además de la posibilidad que tuvieron algunas para ser consideradas soldados e incluso, alcanzar algunos puestos de mando dentro del ejército.

A partir de lo anterior, sí es importante resaltar aquellos aspectos más simbólicos que han permitido la continuidad del patriarcado como sistema de organización de las sociedades, y a los cuáles sí debemos hacerles la crítica correspondiente, pues no responden a comportamiento de unos hombres sino que definen las relaciones en general en la sociedad; es decir, no sólo Sandino, no sólo su ejército reproducían estos códigos, sino que han sido parte constitutiva de las sociedades modernas.  Uno de esos aspectos es la definición de lo masculino y lo femenino, y valor simbólico que se le asigna al resultado obtenido.  Por ejemplo, si la guerra es «cosa de hombres», todo lo que encierra es cosa de hombres también: el uso de uniforme, uso y portación de armas, ocupar altos mandos en el ejército; cuyo resultado final es la protección de los grupos más frágiles o vulnerables dentro de la sociedad, a saber, mujeres, niños, niñas y personas mayores.

Por el contrario, el cuido y la reproducción es «cosa de mujeres», por lo tanto, aquellas tareas relacionadas con ello son responsabilidad exclusiva de las mujeres: cocinar, lavar, cuidar niños y niñas, cuidar enfermos, cargar los utensilios necesarios para esas labores, por mencionar algunas cosas.  El producto de esto sería entonces, la subistencia del grupo al cual están dirigidos esas tareas, en este caso, el ejército.

Esta distinción entre lo femenino y lo masculino han sido las que han definido al mismo tiempo, la división sexual del trabajo y el acceso a espacios de poder y toma de decisiones, por lo cual, no debe extrañarnos las relaciones que se establecieron dentro del ejército y fuera de él entre mujeres y hombres, y aun menos debe extrañarnos que se hiciera con total naturalidad, pues respondía, antes y ahora, a esos códigos culturales que han sido establecidos desde hace mucho tiempo atrás.  Su cuestionamiento, por cierto, viene a tomar fuerza en el movimiento feminista recién en la década del 60 con el desarrollo teórico y político del feminismo marxista y socialista.

Igualmente, esta división sexual del trabajo se profundiza por las relaciones de clase establecidas en ese momento histórico (no tan ajeno al actual); pues las primeras formas de violencia que pudieron experimentar las mujeres provenían justamente del ordenamiento político y económico de la sociedad y el lugar que ocupaban en la división social del trabajo: pertenecían a ese grupo de personas que sistemáticamente eran desposeídas de sus bienes, de sus pocos medios de producción, de la posibilidad de mejorar sus condiciones materiales de vida, y producto de la violencia de Estado, amenazadas constantemente con ser violadas por los soldados de la Guardia Nacional o de los marinos, con ser testigos del asesinato de sus hijos u otros familiares, y finalmente, ser expropiadas o desposeídas de sus bienes.  Por lo tanto, como dije anteriormente, sumarse al ejército de Sandino les podía dar cierta seguridad para ellas y sus hijos e hijas, de proteger su vida, pues materialmente tenían mucho poco qué perder en ese contexto.

Saludos y reitero mi agradecimiento por poder compartir ese espacio con usted, y sobretodo, por haber tenido la oportunidad de leer el libro que nos invita a continuar la búsqueda de la historia no contada.  Igualmente insisto en la importancia del texto y en que haya asumido el reto de hacerlo, considerando que las fuentes, como se dijo en varias ocasiones, no son de primera mano, sino testimonios, cartas, informes, entre otros, en su mayoría escritos por hombres; cosa que hace más difícil reinterpretar lo que ya ellos han interpretado e intentar plasmarlo resaltando la figura de las mujeres en la historia.  Definitivamente es un libro que provoca continuar con esa búsqueda.

 

Lucía Brenes Chaves.  UCR.

Comentarios de Albert Torras Corbellalas sobre las tentaciones de la Luz de Zingonia Zingone

A veces, leer la poesía de alguien nos acerca a lo más hondo del pensar y el sentir de esa persona. Es curioso como la poesía, a diferencia de la novela, la ficción y otros relatos, la asumimos como algo que es propio intrínseco, inherente al sentir y pensar del propio autor. En cambio, cuando leemos novela, y teatro, asumimos que no todo aquello que leemos es lo que piensa el autor, sino que recrea situaciones que pueden, obviamente, superar sus experiencias vitales. Estamos seguros que ni Bram Stoker no se sentía vampiro, ni Michael Crichton se ha encontrado nunca un dinosaurio a punto de zampárselo.
Sin embargo, asumimos que la poesía tiene algo de personal e intransferible. O quizás sí, intransferible. La poesía de Zingonia Zingone se transfiere al lector, casi como papel secante, y consigue transmitir fe al ateo, sensualidad al casto, paz al aguerrido y elevación espiritual al desengañado.
Son algunos conceptos los que primeramente me gustaría destacar de las piezas que conforman este las tentaciones de la Luz y las series junto al pozo, peregrinaciones, sombras de luz filtrada, perspectivas del abismo, osadías, y toma mi silencio (canto cuaresmal). Son referentes, obviamente, de la religión, o mejor, de las religiones.
Inmersa en un profundo sentir del alma, del espíritu, Zingonia nos recuerda al referente de San Juan de la Cruz, que en su cántico espiritual ya decía aquello de:
“Entrado se ha la esposa
en el ameno huerto deseado,
y a su sabor reposa,
el cuello reclinado
sobres los dulces brazos del amado”
Siguiendo esta línea poética del amor y el erotismo hacia el espíritu, hacia Dios, hacia lo elevado, es donde encontramos la mejor tradición poética religiosa, en la que debemos situar a Zingonia.
Acaso no nos recuerda en parte San Juan de la Cruz los fragmentos de Zingonia cuando dice:
“porque soy la amada de mi amado
palabra de su palabra
ocre
en el tintero alado
y mi pergamino lecho de flores
acoge los versos
de su aliento plasmados”
Sin duda, los pocos entendidos en poesía mística y religiosa, buscaremos similitudes en poesías de otras grandes figuras como Santa Teresa de Jesus y su célebre Llama de amor viva, aquél que empieza:
“¡Oh, llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro”.
Por una parte la llama y el fuego o lo que enciende, y por otra el verbo romper, rasgar, agrietar, son también presentes en los poemas que Zingonia nos trae en este libro. Escucharán ustedes la voz a veces de Santa Teresa que habla por boca y pluma de Zingonia cuando nos revela:
“ahora
una llama quema
la miseria escondida en el dolor”
O en otro poema:
“tu reflejo me deslumbra
y enciende de nuevo
mi terca vanidad”
O como referencia al mito del fuego que habita en las cumbres y atrapa a Brunilda, en este fragmento también la llama es objeto de ese deseo de transcendencia y de comunión:
“orar
es rastrear una chispa
hecha piedra
ahogada en el río
y nadar contracorriente
entre pirañas
para alcanzar la cumbre helada
donde se origina el fuego
me pregunto
si levitarán las cenizas
testimonio
del espejo en flamas”
Y ya en el summum del éxtasis de Zingonia, de la cumbre, lo alto, altar al que llega, abrasada en estas palabras:
“te ofrezco
la flor más intima
para ornar el altar votivo
con pétalos en llamas
fénix hoy paloma”

No hay algo acaso aquí también de la gran Sor Juana Inés de la Cruz, cuando la mexicana dice aquello de…
“Deja las brasas, Porcia, que mortales
impaciente tu amor eligir quiere:
no al fuego de tu amor el fuego iguales;
porque si bien de tu pasión se infiere,
mal morirá a las brasas materiales
quien a las llamas del amor no muere”
Decíamos también que era importante en los poemas la referencia a lo que se rompe, se rasga, se agrita, y da paso a algo nuevo. Es semilla que agrieta la tierra para hacerse paso, es rotura que implica nacimiento.
Fijaos en este fragmento de sombras de luz filtrada cuando dice:
“La niña no sabía que todo es fractura. Al nacer la semilla rompe la tierra, el árbol corta el aire, la hiel se apodera del tronco, entonces tira frutos envenenados. Ella no sabía que de la muerte nace la vida”
A lo largo del poemario aparece esta referencia a la rotura y también a la transformación. Un ave fénix en paloma, una costilla en clepsidra, una mariposa en piedra. Dice:

“heme aquí una mariposa fósil”. O fruto “en la cruz me descubro pámpano de vid”
Lo que está por nacer se aprovecha, en la poesía de Zingonia, de cualquier grieta o fisura:
“tampoco es el beso
ni la ternura
sobre las fisuras de mi soledad”
O también
“a través de las grietas
el aljibe se traga el castillo
y la sequía destiñe la púrpura de mis tapices”
También son las grietas lugares donde habita lo desconocido:
“en los ojos del niño una fisura
brotan miedos
cuchillos
que rajarán la garganta del mundo”
Y casi en seguida dice:
“trinidad de grietas en el piso
marcando la piedra
una ranura en el muro:
lo desconocido
es silencio azul pintado
entre los rayos del sol”
La llama, la grieta son referentes que la enlazan con los autores ya tantas veces ensalzados. Las imágenes que nos ofrece Zingonia en su poesía pues no hace otra cosa que refrendar la idea previa, que Zingonia y su lírica merece estar entre lo más nutrido del panorama poético actual de este estilo.
Otro de los elementos que podemos destacar de la poesía de Zingonia es precisamente esta voluntad de elevación del espíritu. Nos encontramos, de forma permanente, referencias a cierta necesidad de dejar atrás la carne y suspenderse entre cielo y tierra, gozando de la luz, de la experiencia mística, como decíamos antes, del éxtasis de Santa Teresa.
Fíjense en algunos momentos, desde el primer poema, cuando ya nos muestra su predilección por aquello que vive entre cielo y tierra y que nos recuerda a la figura de un colibrí:

“el movimiento repetido y sensual
un tango suspendido
la existencia”
Esta idea de suspensión será reiterativa en el poemario, de hecho este colibrí aparece mas tarde cuando en un poema de inspiración sufí se confiesa:
“y yo me aferro al colibrí
a la incesante solidez
de su liviandad”
Quien se suspende en el aire, obviamente teme a caer. Y destila a veces Zingonia este miedo que no es otra cosa que aferrarse a su convicción para no caer en ninguna tentación. Desde lo alto, Zingonia nos dice:
“Teme su caída. Refugiada en la transparencia de su aljibe, desvelo tras desvelo, almacena los sismos de sus visiones. Él siempre está allí: patinando sobre el fino hielo de los abismos”.
Ah, los abismos, justo en el siguiente poema, llamado “estando en Patmos”, inicia:
“vi el abismo
la tierra se movía
se mecía el templo
doblándose
como un junco en el viento”
Acaso no está Pegaso suspendido también. En el poema “Quimera” aparece ahí en lo alto:
“como Pegaso subo
y no dejo que el freno
detenga mi sonrisa”
E incluso más, en el poema “La sulamita”:
“suspendida estoy
entre la bruma y el ocaso
incipiente fragmento disperso en el tiempo”
Y también más adelante
“me regocijo en el vuelo
que a toda criatura levanta
sobre mis alas
una cruz fluorescente”

No podía dejar de estar presente en la obra de Zingonia toda la simbología que tiene el agua, y no solo el agua sino el manantial y el pozo, que como ayer mismo me comentaba, es el lugar donde sacia el hombre su sed, pero también era el lugar donde las mujeres iban a encontrar al hombre.
Saciarse, colmar esa necesidad de agua que nutre e inunda el cuerpo, es otra de las imágenes que forman parte del corpus del libro, casi de inicio a final. No es baladí que ya el titulo del primer conjunto de poemas se llame junto al pozo y que finaliza con la conclusión:

“del fondo del pozo
surge la sed más grande”
Este manantial cabe contraponerlo a la sequedad con la que la autora a veces se mortifica, como dice en peregrinaciones:
“beso los granos de la esperanza
pido el don del llanto
emboscada en la umbra
mi aridez”

Y qué tanto ese agua, ese lago, esa gota, eso que brota como manantial es idea asumida, reiterada, saciante? Tanto como que en pocas páginas:

“el agua forja el deseo encendido del sol”
“un gemido es el lago de la duda”
“yo soy el ricino seco que alimenta el gusano
gota
de la expiación universal”
O antes
“asoma
la fuente que todo lo origina
una pequeña gota se desliza
por la esquina de tu boca”

No quiero redundar en imágenes que sin duda Zingonia coloca casi de forma matemática en el texto. Ella se dice imperfecta, y ayer estuvimos un buen rato hablando de eso, de nuestras imperfecciones, de nuestras fortalezas y nuestras debilidades, de nuestra necesidad de ser y de sentir.

Para finalizar, recomiendo su lectura, un puente necesario, amable, de exquisita sensualidad mística, de elevación espiritual poderosa, entre la pulsión y la castidad; entre las pretensiones de la sensibilidad corpórea y los corsés que impone la convicción del que se sabe atrapado entre cielo y tierra. Indispensable para estos tiempos de fe errática y de relativismo moral.

las tentaciones de la Luz Zingonia Zingone

Comentarios del  periodista y escritor catalán Albert Torras Corbella sobre

las tentaciones de la Luz de Zingonia Zingone

 

A veces, leer la poesía de alguien nos acerca a lo más hondo del pensar y el sentir de esa persona. Es curioso como la poesía, a diferencia de la novela, la ficción y otros relatos, la asumimos como algo que es propio intrínseco, inherente al sentir y pensar del propio autor. En cambio, cuando leemos novela, y teatro, asumimos que no todo aquello que leemos es lo que piensa el autor, sino que recrea situaciones que pueden, obviamente, superar sus experiencias vitales. Estamos seguros que ni Bram Stoker no se sentía vampiro, ni Michael Crichton se ha encontrado nunca un dinosaurio a punto de zampárselo.

Sin embargo, asumimos que la poesía tiene algo de personal e intransferible. O quizás sí, intransferible. La poesía de Zingonia Zingone se transfiere al lector, casi como papel secante, y consigue transmitir fe al ateo, sensualidad al casto, paz al aguerrido y elevación espiritual al desengañado.

Son algunos conceptos los que primeramente me gustaría destacar de las piezas que conforman este las tentaciones de la Luz y las series junto al pozo, peregrinaciones, sombras de luz filtrada, perspectivas del abismo, osadías, y toma mi silencio (canto cuaresmal). Son referentes, obviamente, de la religión, o mejor, de las religiones.

Inmersa en un profundo sentir del alma, del espíritu, Zingonia nos recuerda al referente de San Juan de la Cruz, que en su cántico espiritual ya decía aquello de:

“Entrado se ha la esposa
en el ameno huerto deseado,
y a su sabor reposa,
el cuello reclinado
sobres los dulces brazos del amado”

Siguiendo esta línea poética del amor y el erotismo hacia el espíritu, hacia Dios, hacia lo elevado, es donde encontramos la mejor tradición poética religiosa, en la que debemos situar a Zingonia.

Acaso no nos recuerda en parte San Juan de la Cruz los fragmentos de Zingonia cuando dice:

“porque soy la amada de mi amado
palabra de su palabra
ocre
en el tintero alado
y mi pergamino lecho de flores
acoge los versos
de su aliento plasmados”

Sin duda, los pocos entendidos en poesía mística y religiosa, buscaremos similitudes en poesías de otras grandes figuras como Santa Teresa de Jesus y su célebre Llama de amor viva, aquél que empieza:

“¡Oh, llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro”.

Por una parte la llama y el fuego o lo que enciende, y por otra el verbo romper, rasgar, agrietar, son también presentes en los poemas que Zingonia nos trae en este libro. Escucharán ustedes la voz a veces de Santa Teresa que habla por boca y pluma de Zingonia cuando nos revela:

“ahora
una llama quema
la miseria escondida en el dolor”

O en otro poema

“tu reflejo me deslumbra
y enciende de nuevo
mi terca vanidad”

O como referencia al mito del fuego que habita en las cumbres y atrapa a Brunilda, en este fragmento también la llama es objeto de ese deseo de transcendencia y de comunión:

“orar
es rastrear una chispa
hecha piedra
ahogada en el río
y nadar contracorriente
entre pirañas
para alcanzar la cumbre helada
donde se origina el fuego

me pregunto
si levitarán las cenizas
testimonio
del espejo en flamas”

Y ya en el summum del éxtasis de Zingonia, de la cumbre, lo alto, altar al que llega, abrasada en estas palabras

“te ofrezco
la flor más intima
para ornar el altar votivo
con pétalos en llamas
fénix hoy paloma”

 

No hay algo acaso aquí también de la gran Sor Juana Inés de la Cruz, cuando la mexicana dice aquello de…

“Deja las brasas, Porcia, que mortales
impaciente tu amor eligir quiere:
no al fuego de tu amor el fuego iguales;

porque si bien de tu pasión se infiere,
mal morirá a las brasas materiales
quien a las llamas del amor no muere”.

Decíamos también que era importante en los poemas la referencia a lo que se rompe, se rasga, se agrita, y da paso a algo nuevo. Es semilla que agrieta la tierra para hacerse paso, es rotura que implica nacimiento.

Fijaos en este fragmento de sombras de luz filtrada cuando dice

“La niña no sabía que todo es fractura. Al nacer la semilla rompe la tierra, el árbol corta el aire, la hiel se apodera del tronco, entonces tira frutos envenenados. Ella no sabía que de la muerte nace la vida”.

A lo largo del poemario aparece esta referencia a la rotura y también a la transformación. Un ave fénix en paloma, una costilla en clepsidra, una mariposa en piedra. Dice: “heme aquí una mariposa fósil”. O fruto “en la cruz me descubro pámpano de vid.”

Lo que está por nacer se aprovecha, en la poesía de Zingonia, de cualquier grieta o fisura:

“tampoco es el beso
ni la ternura
sobre las fisuras de mi soledad”

O también

“a través de las grietas
el aljibe se traga el castillo
y la sequía destiñe la púrpura de mis tapices”

También son las grietas lugares donde habita lo desconocido:

“en los ojos del niño una fisura
brotan miedos
cuchillos
que rajarán la garganta del mundo”

Y casi en seguida dice:

“trinidad de grietas en el piso
marcando la piedra
una ranura en el muro:
lo desconocido
es silencio azul pintado
entre los rayos del sol”

La llama, la grieta son referentes que la enlazan con los autores ya tantas veces ensalzados. Las imágenes que nos ofrece Zingonia en su poesía pues no hace otra cosa que refrendar la idea previa, que Zingonia y su lírica merece estar entre lo más nutrido del panorama poético actual de este estilo.

Otro de los elementos que podemos destacar de la poesía de Zingonia es precisamente esta voluntad de elevación del espíritu. Nos encontramos, de forma permanente, referencias a cierta necesidad de dejar atrás la carne y suspenderse entre cielo y tierra, gozando de la luz, de la experiencia mística, como decíamos antes, del éxtasis de Santa Teresa.

Fíjense en algunos momentos, desde el primer poema, cuando ya nos muestra su predilección por aquello que vive entre cielo y tierra y que nos recuerda a la figura de un colibrí:

“el movimiento repetido y sensual
un tango suspendido
la existencia”

Esta idea de suspensión será reiterativa en el poemario, de hecho este colibrí aparece mas tarde cuando en un poema de inspiración sufí se confiesa

“y yo me aferro al colibrí
a la incesante solidez
de su liviandad”

Quien se suspende en el aire, obviamente teme a caer. Y destila a veces Zingonia este miedo que no es otra cosa que aferrarse a su convicción para no caer en ninguna tentación. Desde lo alto, Zingonia nos dice:

“Teme su caída. Refugiada en la transparencia de su aljibe, desvelo tras desvelo, almacena los sismos de sus visiones. Él siempre está allí: patinando sobre el fino hielo de los abismos”.

Ah, los abismos, justo en el siguiente poema, llamado “estando en Patmos”, inicia:

“vi el abismo
la tierra se movía
se mecía el templo
doblándose
como un junco en el viento”

Acaso no está Pegaso suspendido también. En el poema “Quimera” aparece ahí en lo alto:

“como Pegaso subo
y no dejo que el freno
detenga mi sonrisa”

E incluso más, en el poema “La sulamita”:

“suspendida estoy
entre la bruma y el ocaso
incipiente fragmento disperso en el tiempo”

Y también más adelante

“me regocijo en el vuelo
que a toda criatura levanta
sobre mis alas
una cruz fluorescente”

 

No podía dejar de estar presente en la obra de Zingonia toda la simbología que tiene el agua, y no solo el agua sino el manantial y el pozo, que como ayer mismo me comentaba, es el lugar donde sacia el hombre su sed, pero también era el lugar donde las mujeres iban a encontrar al hombre.

Saciarse, colmar esa necesidad de agua que nutre e inunda el cuerpo, es otra de las imágenes que forman parte del corpus del libro, casi de inicio a final. No es baladí que ya el titulo del primer conjunto de poemas se llame junto al pozo y que finaliza con la conclusión

“del fondo del pozo
surge la sed más grande”

Este manantial cabe contraponerlo a la sequedad con la que la autora a veces se mortifica, como dice en peregrinaciones:

“beso los granos de la esperanza
pido el don del llanto
emboscada en la umbra
mi aridez.”

Y qué tanto ese agua, ese lago, esa gota, eso que brota como manantial es idea asumida, reiterada, saciante? Tanto como que en pocas páginas:

“el agua forja el deseo encendido del sol”
“un gemido es el lago de la duda”

“yo soy el ricino seco que alimenta el gusano
gota
de la expiación universal”

O antes

“asoma
la fuente que todo lo origina
una pequeña gota se desliza
por la esquina de tu boca”

 

No quiero redundar en imágenes que sin duda Zingonia coloca casi de forma matemática en el texto. Ella se dice imperfecta, y ayer estuvimos un buen rato hablando de eso, de nuestras imperfecciones, de nuestras fortalezas y nuestras debilidades, de nuestra necesidad de ser y de sentir.

 

Para finalizar, recomiendo su lectura, un puente necesario, amable, de exquisita sensualidad mística, de elevación espiritual poderosa, entre la pulsión y la castidad; entre las pretensiones de la sensibilidad corpórea y los corsés que impone la convicción del que se sabe atrapado entre cielo y tierra. Indispensable para estos tiempos de fe errática y de relativismo moral.